La otra noche me puse un zapato de don Gilberto Bosques. Me quedó perfecto. Calzaba del siete, igual que yo, pero su estatura es la de un gigante que sigue creciendo a medida que pasan los años. Aunque su nombre figura en el muro de honor de la Cámara de Diputados, su extraordinaria gestión diplomática en Europa durante la segunda Guerra Mundial no ha entrado en la cabeza de los nuevos jóvenes mexicanos y esto es un crimen de lesa humanidad que deber remediarse. Por una cinta de Hollywood conocemos la hazaña de Oskar Schinder, el empresario alemán que libró a cientos de judíos polacos de caer en garras de los nazis, pero poco o nada sabemos de Don Gilberto, que a partir de 1939 organizó desde Francia la salvación de más de 30 mil refugiados españoles, a quienes envió de Marsella, El Havre, Orán y Casablanca a Veracruz en barcos −como el Sinaia y el Méxique, el De Grasse y el Ipanema, el Flandes, el Winipeg, el Niassa y el Champlain que naufragó atacado por un torpedo− (Elena Poniatowska, entrevista con Gilberto Bosques).
Poblano, nacido en 1892 y miembro del grupo de los hermanos Serdán que preparaba el estallido revolucionario del 20 de noviembre de 1910, tuvo la fortuna de no ser cogido por la policía porfirista como ellos. Luchó por Madero, combatió a Huerta, se unió a Carranza, fue coautor de la constitución de 1917, secretario de gobierno en Puebla (1921-1922), diputado federal (1922-1924), funcionario de la Secretaría De Educación Pública (1929-1934) y diputado federal otra vez (1934-1937). Tenía, pues, 45 años cuando Lázaro Cárdenas lo nombró cónsul general de México en París.
Con este cargo llegó, en realidad, como representante personal de Cárdenas en Europa. Cuando los nazis ocuparon Francia (1940), mudó el consulado de Marsella, donde ya operaba activamente en favor de los republicanos españoles, pero comenzó a hacerlo también en beneficio de los judíos a quienes ayudó a viajar a México o bien a permanecer en Europa con papeles falsos, hechos por un pequeño equipo que trabajaba sin descanso.
Para proteger a los que debían esperar la ocasión de refugiarse, alquiló dos castillos en el sur de Francia (La Reynarde, con capacidad para alojar a 800 hombres, y Montgrand, para 500 mujeres). Su labor humanitaria disgustó profundamente a la Gestapo y por eso terminó cuando México le declaró la guerra a Alemania y don Gilberto fue hecho prisionero con su esposa y sus tres hijos.
Liberado tras la derrota de Hitler fue embajador de México en Portugal (1946-1950) Finlandia y Suecia (1950-1953) y por último en Cuba (1953-1964) “ahí le tocó vivir la guerra contra Batista, pero cuando este se fue de la isla en 1959, don Gilberto dio asilo a los enemigos de Fidel para salvarles la vida, por una cuestión de principios, pues era simpatizante de la revolución”, me cuenta el escultor Alfredo López Casanova, después de mostrarme un par de zapatos negros de don Gilberto, que a su vez le prestó Laura Bosques, hija de este humanista excepcional.
Como autor de la estatua de Rockdrigo, que millones de usuarios del metro han visto en la estación Balderas, López Casanova está modelando en plastilina la figura de don Gilberto que, a petición de Laura Bosques, será fundida en bronce y colocada sobre una banca del Centro Histórico para que la gente se siente junto a él, en cuanto los nietos de refugiados españoles y judíos logren reunir los pesos que necesitan para volver a darle las gracias por estar vivos.
Felipe Báez
19 abril, 2018 at 6:44 pm
Gran humanista mexicano, que vivirá por siempre como un Diplomático cabal, ojalá su trabajo sea imitado para que la Diplomacia Mexicana alcance nuevamente la estatura mundial que una vez tuvo.