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Cultura

¿Un Hidalgo “humanizado” para el cine?

Entre los productos mediáticos aparecidos en 2010 con motivo de las conmemoraciones del Bicentenario de la Independencia, en materia de cine no es posible omitir la mención de la película Hidalgo. La historia jamás contada, del director Antonio Serrano Argüeyes, en cuya carrera dramatúrgica y cinematográfica sobresale el éxito de ambas versiones de su propia obra, “Sexo, pudor y lágrimas”, además de las telenovelas Mirada de mujer y Nada personal, producciones de Argos, la empresa de Epigmenio Ibarra, que rompieron los esquemas a las que Televisa tenía acostumbrado al público televidente.

En el contexto de la narrativa entonces vigente, Serrano entró al juego vigente de “humanizar”, “bajar del pedestal” o “desacralizar” a los personajes a través de la presentación de la juventud del cura de Dolores, aunque, es de justicia mencionarlo, no en el tono burdo de algunos autores de libros best-seller. Es muy común escuchar o leer en redes sociales, dentro de la dinámica del shitstorm o linchamiento digital la idea de que “la historia oficial nos ha engañado”, “seguramente lo aprendiste en los libros de la SEP”, sin que se tenga cabal conocimiento del tema en cuestión. Generalmente, quienes recurren a estos dichos suelen erigirse como voceros de la verdad sin más bases que rumores o la lectura superficial de alguna obra de divulgación histórica no del todo académicamente respetable.

No es este último el caso de Serrano, pues el producto resulta ingenioso y ameno como melodrama y ligeramente útil para el conocimiento de una etapa no del todo explorada, aunque no desconocida, de Hidalgo, pues cualquier biografía básica contiene la información mínima de sus años estudiantiles en el vallisoletano Colegio san Nicolás Obispo, por su inteligencia era llamado “El zorro” y que, aún como sacerdote, era conocido por igual, tanto por el relajamiento de las costumbres, como por la más cristiana caridad hacia los menesterosos.

Esta, pues, es una historia en la que, a través del recurso de la elipsis, desde la confesión de Miguel Hidalgo tras su captura en 1811, recuerda viejos tiempos como su juventud en el seminario de Pátzcuaro, donde fue testigo de la expulsión de los jesuitas en 1767, sus años de rector en Valladolid, donde se produce la amistad con el joven estudiante José María Morelos, su caída en desgracia ante las autoridades eclesiásticas, motivo por el cual fue obligado a trasladarse como párroco a San Felipe Torresmochas, ambientado quizá para dar más la idea de decadencia en Real de Catorce, San Luis Potosí. Todo lo anterior, no la libra, sin embargo, de errores históricos que, en el mejor de los casos, al espectador adentrado en el conocimiento de la época, le convenga tolerar y asumir mejor como licencias dramáticas.

La excomunión

La película comienza, por razones de espectacularidad, con una grotesca ceremonia por el Tribunal del Santo Oficio de Chihuahua, que no se sustenta en la realidad, pues el acto confunde el rito de degradación sacerdotal, necesario para reducirlo al estado laical y así poderlo entregar a la justicia secular a fin de recibir la pena de muerte, con la excomunión.

Este acto no sucedió sino de manera escrita, por el obispo de Michoacán, su antiguo amigo, Manuel Abad y Queipo. Además, el texto vociferado por el inquisidor en la película es totalmente ajeno al propio ritual, pues se trata de la llamada Excomunión de Rochester, un texto medieval inglés sin vigencia y de uso particular que, al tiempo de Hidalgo, no era reconocido por la Iglesia Católica; en cambio, las acusaciones conforme al Derecho Canónico y que le mereció la excomunión mayor del Canon Siquis suadente diabolo, eran “por haber atentado [contra] la persona y libertad del sacristán de Dolores, del cura de Chamacuero y de varios religiosos del convento del Carmen de Celaya, aprisionándolos y manteniéndolos arrestados”. Así pues, Abad y Queipo los declaró “excomulgados vitandos, prohibiendo, como prohíbo, el que ninguno les dé socorro, auxilio y favor, bajo la pena de excomunión mayor, ipso facto incurrenda”.

Esta excomunión, como se ve, es una pena contra las violaciones de Hidalgo a la inmunidad eclesiástica, más no por haber incitado a la rebelión, ya que ésta está contemplada teológicamente como un derecho en obras como, por ejemplo, De Legibus, del teólogo jesuita Francisco Suárez. El mismo obispo Abad y Queipo ha había expresado en 1799 en sus Representaciones, sobre el daño que las políticas extractivas de la Corona Española estaban causando al reino de la Nueva España.

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Por otro lado, la validez de la excomunión siempre fue cuestionada, ya que, en sentido estricto, Abad y Queipo no estaba facultado para ello al ser un obispo electo por la curia de Michoacán y no consagrado por el Papa. Hidalgo, así como todos los insurgentes que se unieron al movimiento, recibieron en sus últimas horas y tras haber confesado a la autoridad española sobre sus actos, los últimos sacramentos, razón por la que murieron en estado de gracia; una vez decapitado, el cuerpo de Hidalgo fue sepultado en el convento franciscano de Chihuahua, evidentemente, suelo consagrado. De la misma forma, en 1823 fueron trasladados sus restos, junto con los de los otros caudillos, a la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México hasta su traslado a la Columna de la Independencia un siglo después. Sobre esto sólo cabría mencionar que, en 1985, en las conmemoraciones por el 175 aniversario del inicio de la Independencia, el Arzobispo Primado de México, Ernesto Corripio Ahumada, despejó toda duda y declaró la nulidad de origen de a excomunión.

Por último, sólo resta mencionar que, si bien en el acto de degradación sacerdotal se raspa simbólicamente la cabeza y las manos para retirar del cuerpo del procesado el poder de consagrar, esto se hace de manera suave con un cuchillo de plata y no con una herramienta de carpintero como lo es la escofina, sangrándolo, como se representa en la película.

Los indios y la Inquisición

Otro de los aspectos a cuestionar es el personaje de Ascanio, un indio nigromante con el que el joven Hidalgo, aún en el colegio jesuita de Pátzcuaro, tiene una relación amistosa más bien por sus dotes como traficante de libros prohibidos y quien, finalmente es ejecutado por la Inquisición. Cabe cuestionarse la verosimilitud del personaje, pues ¿cómo sería posible que éste pudiera obtenerlos? Es verdad que, a partir de la difusión de la ilustración en la España del rey Carlos III hubo un relajamiento de muchas prohibiciones eclesiásticas, sobre todo en materia de difusión de obras de contenido pagano, como ciertos autores grecolatinos o de los comediógrafos libertinos franceses, como Moliére, cuyo Tartufo fue traducido por primera vez en América al español por el mismo Hidalgo durante su estancia en San Felipe Torres Mochas; argumento, por cierto, central en la película, como metáfora de su comportamiento disoluto.

Lo del contrabando de libros puede pasarse de lado, pero la exageración en la trama radica en que Ascanio, años después, es visto por los alguaciles del Santo Oficio haciendo una lectura esotérica del pulque derramado y, por ello, procesado y ejecutado en la hoguera en cuestión de unos cuantos días.
Para aclarar esto, en primer lugar, hay que remitirse a los primeros años de la evangelización de la Nueva España pues, tras los escandalosos casos de las ejecuciones en la hoguera por cargos de idolatría de varios caciques indígenas por Fray Juan de Zumárraga, Fray Martín de Valencia y Fray Diego de Landa, aun cuando el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición no había sido establecido en América, en 1571 el rey Felipe II ordenó el inicio de sus funciones y éste, de acuerdo a las Leyes de Indias, separó de sus procesos a los indios por considerar que los casos de idolatría en los que pudiesen incurrir se deberían más bien a errores a ser neófitos en la fe.

En todo caso, el personaje debió ser reprimido por los tribunales del clero secular (la Inquisición estaba dirigida por la orden dominica) y nunca con la pena de muerte.

Tras sortear estos errores o licencias, como quiera vérseles, la película gira en torno a la revolución de las costumbres que Hidalgo generó en la población a través de las tertulias y representaciones musicales y teatrales por lo que su casa fue llamada “La Francia chiquita”.

La publicidad con la que este filme se ofertó estuvo orientada más bien para generar el morbo ante el romance que el Padre de la Patria tuvo con la joven Josefa Quintana. Si bien en el filme el romance ocupa un espacio menor en comparación con la presentación del Hidalgo fiestero, algunas escenas en las que se muestra como benefactor de los indios otomíes de la región gracias a la enseñanza y montaje de talleres de alfarería hubieran merecido mayor tiempo para equilibrar al personaje.

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Otro de los problemas de esta producción fue que el actor que le da vida a Miguel Hidalgo, Demián Bichir ha sido demasiado visto en el cine nacional y que su estilo actoral en lo que se refiere a gestualidad e impostación de la voz es muy constante y uniforme en casi cualquier papel.

La música a cargo de Alejandro Giacomán cumple bastante bien con la ambientación de época que se equilibra bastante bien con la introducción de sones jarochos como El Pájaro Cu y el Chuchumbé, ambos de origen virreinal y, al menos este último prohibido por la Inquisición a causa de su letra en la que habla de un muy licencioso religioso: “En la esquina está parado un fraile de La Merced, con los hábitos alzados y enseñando el chuchumbé”, lo que está en armonía con ese cura pachanguero de cuya vida no debe haber motivo de avergonzarse. Es también interesante el arreglo que hace el compositor del dueto operístico de la obra del compositor francés del barroco tardío Jean-Philippe Rameau, Aquilon et Orithie, cuyas notas fueron arregladas para la escena en que las señoras de buenas costumbres del pueblo relatan la vida licenciosa de su malquerido, “juguetón y escandaloso” señor cura Don Miguel Hidalgo.

Hidalgo, la historia jamás contada, es pues, una película bien realizada para una audiencia general y, pese a estar insertada en la onda expansiva de la malquerencia conservadora de los próceres de la Independencia, logra generar la empatía, más allá de la tradicional épica del discurso cívico.

Juan Carlos Esparza
Escrito por

Maestro en Historia de México por el Instituto Cultural Helénico. Licenciado en Ciencias de la Cultura por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Actualmente Cursa el Doctorado en Conocimiento y Cultura de América Latina por el Instituto Pensamiento y Cultura en América Latina A.C. Obtuvo el Diploma de Estudios Avanzados por el Doctorado en Antropología de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca, España. Es docente en la Universidad del Claustro de Sor Juana la Universidad Pontificia de México, en Centro Eleia en el Centro Cultural La Isla de Minerva. Es cofundador de Opus Artis, institución dedicada a la valuación de obras de arte a la gestión cultural y a la impartición de cursos y diplomados de educación en línea. En el ámbito museístico fue el desarrollador en curaduría y museografía del Museo de la Cristiada (Aguascalientes), así como director del mismo. Realizó trabajos de Investigación y servicios educativos en los museos Frida Kahlo y Museo Interactivo de Economía. Como gestor cultural ha desarrollado a través de Opus Artis diversos encuentros académicos y presentaciones de libros en la Universidad Pontificia de México, Casa del Poeta Ramón López Velarde e impartido diversas ponencias en el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, Universidad Pontificia de México, Casa de las Américas (La Habana, Cuba), Universidad de Salamanca (España).

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