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En el orden acostumbrado: @Vegdelanoche -Víctor Eduardo García-, Ernesto Molina -amigo y miembro del grupo Suma- y el extinto Luis Marín.

Crónicas

¡Vámonos a Morelia! (Road Movie 1981)

 

                                                                                                                  I M Luis Alfonso Marín Valle

                                                                                                                    Para Carmen Libertad Vera

Saliendo de Celaya paramos para reabastecernos de cervezas y cigarros. Íbamos retrasados; en Querétaro, tras visitar el convento de la Santa Cruz, descubrimos que la policía de tránsito le había quitado una placa al auto, pues lo estacionamos en un lugar prohibido. Perdimos tiempo tratando infructuosamente de recuperarla. Sin ella, continuamos nuestro camino hacia Morelia. Partiendo de la Ciudad de México, lo lógico hubiera sido trasladarnos vía Toluca, pero lo usual entre nosotros era que el propietario del vehículo se convirtiera en una especie de capitán de la travesía y fuera él quien tomara la última decisión respecto a rutas y destinos. Aquella vez sólo viajábamos Luis Marín y yo a bordo de su camioneta Datsun amarilla, así que fue mi inolvidable amigo quien decidió por donde habríamos de llegar a la capital michoacana, para estar presentes los dos últimos días en el Primer Festival Internacional de Poesía.

La nave estaba en perfectas condiciones, como Luis Marín y yo, quienes entonces éramos jóvenes y atravesábamos un periodo de esplendor; teníamos buenos trabajos y ello nos permitía, además de viajar, mantenernos al margen de la lucha por los huesos arrojados, desde las alturas, por los dignatarios de la república de las letras a sus cachorros. De hecho, una de las intenciones del viaje era joder un poco a seniors y juniors, repartiendo dos volantes; en uno concluíamos: “¡la poesía es una puta!”; en el otro, ofrecíamos entrevistar escritores, para que llegado el caso, enseñaran una entrevista y no se expusieran al escarnio tras mostrar su obra. ¡Juventud, divina soberbia!

Mientras Luis Marín pagaba las cervezas y los cigarros, yo intercambié algunas palabras con un cuate que también había parado para avituallarse. Él viajaba en una pick-up, acompañado por dos prostitutas de la carretera. Feas feas no estaban, pero lucían terribles con el polvo del camino adherido a su maquillaje. El tipo me ofreció a una de ellas. “¿Yo para qué quiero a las dos?”, me dijo. Cínico, le respondí: “Danos a las dos. Nosotros para que queremos una”. Rechazó mi propuesta y sonriente me escuchó decirle: “Enciérrate con las dos. Nos vemos. Tengan buen viaje”. Recuerdo la mirada entre triste y coqueta que una de las chicas me dirigió a manera despedida. No sé si ese furtivo encuentro con aquellos personajes tuvo algo que ver con lo que ocurriría en plena carretera, dos o tres kilómetros más adelante.

Yo conducía relajado. Habíamos encontrado una estación de radio que transmitía rocanrol y entre risas comentábamos lo qué hubiera ocurrido si el tipo nos hubiera cedido a las dos damiselas. Entonces se nos emparejó una carcacha con dos monos malencarados; el que viajaba del lado derecho me grito: “Policía. ¡Párate!”, al tiempo que me mostraba una inmensa pistola plateada. Disminuí un poco la velocidad, mientras le decía a Luis Marín, quien aún no se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo: “¡Tira las bachas!” “¿Qué?” ¡Qué tires la caja de las bachas, cabrón! Esos güeyes nos van a apañar”. Mientras yo continuaba aminorando la marcha del auto, mi alterado amigo realizaba todo tipo de movimientos raros, nada casuales, buscando la caja de cerillos donde traíamos las colillas de los toques de mota que nos habíamos dado durante el viaje. Al fin la encontró y la aventó por la ventana. Dejé que el carro avanzara algunos metros más antes de detener su marcha. Nunca he frenado durante tanto tiempo en tan largo espacio.

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Con toda precisión recuerdo a los dos tiras bajando de su auto y dirigiéndose al nuestro. El más joven de ellos, un mono de unos treinta y tantos, se adelantó a su compañero, un cincuentón canoso. Sin apuntarnos, sostenía la pistola en la mano derecha. Se acercó a mi ventana, metió la mano y raudo sacó las llaves del switch. Su pareja se situó del otro lado sin aproximarse demasiado. Él no exhibió nunca su arma y desempeñaba el papel de policía bueno. El otro era el gandalla.

“¿A ver, cabrones, qué tiraron?” “Nada”, le contesté. “¿Entonces, por qué tardaste tanto en detenerte?” “Nomás”. “¡Que nomás ni que la chingada! Bájense del carro”. En cuanto nos apeamos, se dirigió a Luis Marín. “¿Qué aventaste por la ventana?” “Nada”. “¡Cómo no! Voy a buscar lo que tiraste y si encuentro algo, se los carga la chingada. Ahí te los encargó”, le dijo al tira bueno y comenzó a desandar los metros que avanzamos mientras yo frenaba el auto. A unos cincuenta metros, se agachó y recogió la caja de cerillos. La abrió, asintió con cara de ojete y la cerró. Volvió de prisa hacia donde nos encontrábamos. “Éstos van pa’dentro”, le dijo al otro.

A mí se me aflojaron las piernas. Me vi encerrado en una pequeña celda, húmeda e inhóspita. “¿Qué más traen, muchachos?”, nos preguntó el tira bueno. No le respondimos porque el otro ya revisaba el interior de la camioneta. No recuerdo en qué llevaba yo mi equipaje. Quizá me acordaría si no tuviera tan grabado el momento en el que el tipo abrió el portafolios ejecutivo donde muy originalmente Luis Marín llevaba su ropa, y sobre ésta apareció un guato de marihuana de unos veinticinco centímetros de largo y dos o tres de ancho. No se molestó en buscar más, pero notó que la placa de registro del vehículo no estaba adherida al marco de la puerta, sino guardada en una mica con los documentos del auto. Dijo, primero para nosotros y después para sí: “¿Por qué no está en su lugar esta placa? Que se me hace que el coche es robado”. Y entonces mi camarada se descompuso. Histérico le decía que no, que el auto era suyo, que así se lo habían vendido, que verificara el número de motor y lo comparara con el de la tarjeta de circulación, que les dábamos todo el dinero que traíamos para que nos dejaran ir.

Nos pasaron a la báscula para ver a cuánto ascendían nuestros haberes. Al tira malo le llamó la atención una bolsita de tela roja con un diente de ajo. “¿Y eso qué es? –me preguntó–. ¿Más droga?” “No –le dije–. Es un amuleto para la buena suerte”. “Pues te falló”, me dijo. “¿Quién sabe? –le respondí–. Pudo habernos ido peor”. “Te falló. Te falló”, concluyó burlón. Al fin, negociamos nuestra libertad a cambio de casi todo nuestro dinero. Nos dejaron lo indispensable para continuar el viaje. Me regresó las llaves y nos conminó a seguir nuestro camino: “Y dile a tu cuate que no sea pendejo –me dijo–. ¡Cómo trae la placa de registro así!” “Simón, yo le digo”, le contesté y aprovechando su tono finalmente amistoso, le pedí que nos devolviera la marihuana. Se carcajeó y dijo alejándose: “¿Y yo qué fumo? Confórmense con las bachas”, y me aventó la caja de cerillos que las contenía. En ese momento, Luis Marín se recompuso. Envalentonado, sacó su cartera y le dijo: “Te doy más dinero, pero déjanos la mota”. No detuvieron la marcha hacia su carcacha, el ojete se volteó hacia mi amigo y arguyó nuevamente: “¿Y yo qué fumo? ¿Eh? ¿Yo qué fumo?”.

En cuanto eché a andar el motor, Luis Marín decidió el retorno a la Ciudad de México. “No, sigamos a Morelia –le dije–. En el festival seguro encontraremos algún conocido que nos preste dinero”. “No. No. No –insistió–. ¡Regresémonos!” “Ya vas, regresémonos –acepté–. El dueño de la nave manda.” Iniciaba las maniobras para girar, cuando en el radio sonó Street fighting man con los Rolling Stones. “¿Sabes qué? –dijo nuevamente animado–. ¡Vámonos a Morelia!” “¡A huevo! –le respondí–. ¡Vámonos a Morelia!”.

Llegamos tardísimo a la sede del festival. Las actividades sabatinas habían concluido y ya casi todo el público se había retirado. Bajamos del auto para estirar las piernas y echar un vistazo en busca de la persona elegida por el azar para prestarnos el dinero que puntualmente le pagaríamos en la Ciudad de México. Y nada. No apareció ningún conocido. Ni modo. Tendríamos que esperar al día siguiente. Enfilamos hacia el centro de Morelia. En una glorieta nos detuvimos para recoger a una chica y a dos chavos que pedían aventón. Resultaron oriundos de Guadalajara. Habían ido al festival de poesía y los tres se mostraron ilusionados porque el domingo atestiguarían la presencia del inmenso Jorge Luis Borges. Nosotros les dijimos que éramos poetas; que textos nuestros aparecían en La Asamblea de Poetas (entonces) Jóvenes de México, convocada por Gabriel Zaid; que yo el año pasado había publicado un pequeño poemario en Cuadernos de Estraza y ganado el segundo lugar en el concurso nacional de poesía joven. Y claro, por necesidad casi terapéutica, les contamos del apañón con asalto sufrido en las afueras de Celaya, ante el cual se mostraron indignados. Solidarios, nos invitaron a cenar y se disculparon por no poder alojarnos en su cuarto de hotel, pero nos ofrecieron al día siguiente la ducha. Quedamos en pasar por ellos para ir juntos al festival.

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Aquella noche, dormimos en la parte posterior de la camioneta, a la cual le faltaban unos diez centímetros para que yo cupiera completo. Para animarnos, sólo contábamos con media botella de tequila y las bachas que nos dejaron los tiras; con ellas hicimos un toque que consumimos con avidez y mucho gusto. La habíamos librado. Sanos y salvos, estábamos en Morelia.

Como lo acordamos, el domingo pasamos por nuestros nuevos amigos a su hotel. Ahí nos bañamos. Después, por cuenta de ellos, desayunamos. Animados, nos lanzamos al festival. Luis Marín y yo muy seguros de que alguien nos prestaría dinero, entre otras cosas, para corresponder las amabilidades recibidas. La última jornada estaba dividida en tres sesiones. La primera, matutina, con algunos poetas (entonces) jóvenes de México. Recuerdo las participaciones de Herman Bellinghausen, leyendo un poema que aludía a la tela de la cebolla, y la de Alberto Blanco, quien indudable y muy justamente se llevó la mañana. Por la tarde, después de la hora de la comida, estaba programada la aparición de Borges, tan ansiada por los tres tapatíos. Concluida ésta y tras un receso, se llevaría a cabo la clausura con poetas mayores, uno que otro de medio pelo y la presencia del gobernador del estado, el entonces priísta Cuauhtémoc Cárdenas.

Sin acordarlo, Luis Marín y yo abortamos el plan de conducirnos como enfants terribles. Necesitábamos conseguir dinero y la cosa podría complicarse si nos pasábamos de tueste, además, para qué negarlo, el apañón nos había ablandado. De nada nos sirvió portarnos bien; ni antes ni después de la lectura de los chavos, conseguimos que alguien nos prestara un mísero peso.

Desde que ideamos el viaje, mi amigo y yo habíamos previsto ese domingo ir a comer a Pátzcuaro, regresar a Morelia y ver la estelar aparición de Borges. Les preguntamos a los tapatíos si querían acompañarnos. De entrada declinaron la invitación, temían que se nos hiciera tarde y no llegáramos a tiempo para ver al monstruo. “Sí nos da tiempo. Vamos”. “Mejor comemos por aquí”. “Pues nosotros sí vamos. Si quieren quédense y nos vemos acá más tarde”. Sabedores de nuestra mísera situación, el trío recién conocido cerró filas con nosotros, a una voz y por pura solidaridad, decidieron ir con nosotros.

El poeta Jorge Luis Borges.

El poeta Jorge Luis Borges.

La visita a Pátzcuaro fue meteórica, innecesaria y, de parte nuestra, abusiva. Nosotros dos hubiéramos comido cualquier cosa, barata e insuficiente; no llevábamos para más. Pero alguno de los tapatíos propuso un restaurante de postín, creo que La Casa de los Siete Patios. Les recordamos que nosotros andábamos sin plata, ellos dijeron que eso no importaba y, facilotes, Luis Marín y yo nos dejamos invitar. Los cinco la pasamos muy bien, el sitio era hermoso y los platillos, excelentes. Suspendimos la sobremesa, para emprender el retorno. De acuerdo al tiempo empleado en trasladarnos a Pátzcuaro, regresaríamos puntuales a Morelia para constatar la real existencia de Jorge Luis Borges.

Marchaban bien las ruedas sobre el asfalto. Sin excederse demasiado, Luis Marín conducía a más de cien kilómetros por hora. El clima era perfecto. Todo indicaba que en poco más de una hora, estaríamos instalados en la sede del festival, listos para ovacionar a Borges. En cuanto entramos a un tramo de sierra, se desató una tormenta fenomenal. En su crónica al respecto, Carmen Libertad Vera, la generosa tapatía y aparente líder del trío, la idealiza al grado de transformar el viaje por la carretera en una mágica inmersión en el océano para realizar, quién sabe durante cuántas leguas, un intenso viaje submarino.* Yo recuerdo que uno de los limpiaparabrisas no funcionaba bien. Ello puso nervioso a uno de nuestros nuevos amigos, quien no dejaba de cuestionar al conductor: “¿Ves bien el camino?” “Sí, no te preocupes”. “¿No sería bueno encender las luces?” “Las traigo encendidas. Tú tranquilo”. La tormenta no detuvo nuestra travesía, pero si aminoró considerablemente su velocidad. Tan intempestivamente como había iniciado, cesó el diluvio. Sin contemplaciones, Luis Marín aceleró a fondo. Aún cabía la posibilidad de llegar tarde a ver a Borges o, al menos, de observar su retirada.

Alteradísimos, al fin arribamos a la sede del festival, a tiempo para enterarnos que Borges se acababa de retirar. ¡Oh, no! Por culpa mía y de mi entrañable Luis Marín, nuestros nuevos amigos y generosos benefactores no había visto realizado su sueño de mirar de cerca al grandísimo poeta, cuentista y ensayista. Nos moríamos de la pena y ni cómo resarcirlos. Su bonhomía evitó que fuéramos blanco de una justa recriminación. Resignados, nos dispusimos a esperar el inicio de la sesión de clausura. Como grotesco premio de consolación, vimos a corta distancia a Cuauhtémoc Cárdenas, de quien me llamaron la atención tres cosas: El tamaño de sus orejas, la belleza de su mujer y el que no lo rodeara una nube de guaruras, asistentes y barberos. Me cayó bien, finalmente. ¿Quién me iba a decir que años después estaría de nuestro lado en la lucha sin fin a favor de la democracia y después, otra vez, en una trinchera diferente?

Cuauhtémoc Cárdenas en los tiempos en que fue gobernador de Michoacán.

Cuauhtémoc Cárdenas en los tiempos en que fue gobernador de Michoacán.

De la sesión de clausura de aquel poético festival, mi memoria guarda algunas imágenes que recuerdo como si formaran el tráiler de una película: Un académico y poeta sueco, buen conocedor de la poesía mexicana, retando al público a decir un verso, comprometiéndose a decir el nombre del autor; el juego fracasó porque un espontáneo se puso a leer un poema de rima fácil y ritmo deplorable; así, cuando yo grité: “Hay azules que se caen de morados”, el sueco en lugar de responder: “Carlos Pellicer”, contestó: “¡Cállate!”, no sé si porque no conocía al autor, porque pensó que yo, tan bien portado que andaba, era un reventador o si fue porque no le gustó el poemario que le había regalado en la mañana para que me postulara entre los candidatos al Premio Nobel de Literatura. Luego aparecen sucesivamente, los poetas Marin Sorescu, rumano, y Günter Grass, alemán; el primero me impactó por su humildad; el otro, por su fortaleza. Recuerdo después al actor Claudio Obregón leyendo, actuando magistralmente, el poema de un autor holandés dedicado a un compatriota suyo, ganador de los 400 metros planos en alguna olimpiada, quien antes de cruzar la meta, dramáticamente tropieza, pierde el equilibrio, está a punto de caer, casi cae, se recupera, “¡y no se cayó!” Finalmente aparece en mi memoria una poetisa japonesa de muy buen ver, quien elevaba la voz y asumía una actitud como de samurái al leer sus poemas: “Yo llegué a Riverside cuando ya no había río”.

El recuerdo más entrañable, corresponde a una sonrisa, que a manera de saludo intercambiamos yo y uno de mis poetas favoritos, cuya obra se cuenta entre las más importantes y queridas por mí, Tomás Segovia. No sé cuándo ocurrió, ahora mismo no sé si realmente sucedió o si es sólo parte de algún sueño.

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Concluido el festival, Luis Marín y yo nos despedimos de nuestros nuevos y ya muy apreciados amigos de Guadalajara, omitimos cualquier alusión al incidente borgiano y les agradecimos cumplidamente su generosidad. Finalmente, confiamos al azar un próximo encuentro (y bien que éste nos cumplió; a mí en lo particular, con creces). Entrada la noche emprendimos el regreso; ahora sí, a través de la ruta más corta y lógica: Morelia-Toluca-Ciudad de México. Para no variar, nos equivocamos, en un entronque tomamos la intrincada y lenta carretera de Mil Cumbres. Nos dimos cuenta apenas avanzados algunos kilómetros, rectificamos a tiempo y retomamos el buen camino. El resto del viaje transcurrió sin mayores sobresaltos. No escribo que concluyó de manera rutinaria, porque aquella vez, la rutina se caracterizó por mostrarse esquiva.

Ciudad de México

23 y 24 de agosto de 2015

* Esta crónica de viaje dialoga con la de Carmen Libertad Vera, El Día que no Conocimos a Borges, disponible en el portal El Barrio Antiguo, a través de la liga: http://www.elbarrioantiguo.com/el-dia-que-no-conocimos-a-jorge-luis-borges/

1 Comentario

1 Comentario

  1. Avatar

    eduardo

    26 agosto, 2015 at 3:56 pm

    Creo que fué por las mismas fechas en que Borges estuvo en la sala Ollin Yoliztli, yo era estudiante en el cch sur y fuí a verlos, además estaban, entre otros, Paz, y Allen Ginsberg, imagínense nada más al papá de todos los grifotes, (eso lo supe después) declamando su poema, haciendo sonar él mismo una especie de bandoneón mientras recitaba, ¡alabado sea!, uno de estos años me topé con el programa de esa función en uno de los libreros de la casa de mi padre, en el vienen impresos los poemas que declamaron. El gran convocante era en ese entonces, a no negarlo, Octavio Paz, ¿qué nos ha pasado desde entonces? ¿en donde nos extraviamos?.

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