A la memoria de Jaime Avilés,
quien escribió en La Jornada
la crónica del sismo de hace 32 años
Por muy chavo-ruco que uno sea, a los 63, los hábitos tienden a cambiar y la salud, no a ser mala, pero si endeble. Se duerme menos y se padece más. Hoy, nefasto 19 de septiembre de 2017, Martín Alejandro, mi hermano con quien comparto casa y trabaja en Protección Civil de la Ciudad de México, me despertó hacia las seis, seis y media de la mañana, pues tenía que estar presente, muy de gala, en la conmemoración del sismo del 85.
A veces pasa, preparamos el café en el comedor que está cerquita de mi cuarto y la cafetera hace un ruidillo; no es molesto, pero me despierta; generalmente me vuelvo a dormir o me levantó al baño y me vuelvo a dormir o me levantó al baño, me preparo un café y me vuelvo a dormir. Hoy me levanté al baño, me preparé un café y ¡no me dormí! Pensé apresurarme. Ir a comer algo rico al mercado Martínez de la Torre y comprar algunas cosas para la despensa.
Me metí a la red y mi plan falló. Entre mirar el periódico, tuitear y feisbuquear me dieron las diez y media. Mi hermano retornó a cambiarse de uniforme, porque a las once tenía simulacro. Al percatarme de cómo se me había ido el tiempo, me ducho y tarde, cerca de la una, muy hambriento, cambio de idea; decido agasajarme con cuatro taquitos de carnitas y un tepache en La Roca, taquería de foco, insigne en la colonia, situada en Santa María la Ribera y Amado Nervo. Mientras me sirven, escucho la conversación del taquero y su multi-ayudante. Hablan sobre el sismo que asoló Oaxaca y Chiapas.
Impertinente, meto mi cuchara y digo: “Es que el mundo se va acabar”. Irónico, el taquero responde: “Y así estaríamos de tranquilos, ¿no?” La plática se esfuma al concretarse el pedido de mi orden. Apenas concluyo el segundo taquito, siento una sacudida y digo o pienso, al mismo tiempo que el taquero dice o piensa: “¡Esta temblando!” Me pongo el sombrero y salgo de La Roca.
El movimiento del piso es fuerte, violento; me cuesta trabajo mantener el equilibrio y temo caer. Entonces escucho un ruido monstruoso; comienzo a respirar polvo: polvo de construcción venida abajo; polvo terrible e ineludible; polvo trágico. La calle está llena de gente de todas las edades, se escuchan gritos, los autos se han detenido. Sigue temblando. Antes de sentarme en la banqueta, me percato que se derrumbó una parte de los vestigios de un palacete, que se utiliza como estacionamiento público, ubicado en Amado Nervo, contraesquina de la taquería.
Cuando al fin el movimiento cesa, la realidad se ha transformado. Unas van, otros vienen, hay gritos, hay quienes corren… Yo regreso a La Roca a liquidar mi cuenta; aceptan sólo un pago simbólico. Pienso en mis sobrinos, los hijos de Fatimoshka y me dirijo a su casa. Antes, me asomo al polvoso sitio del derrumbe. “A la mejor puedo echar la mano en algo”, pienso. No es necesario. Había un niñito adentro; rápido fue sacado por un empresario sui géneris, su vulcanizadora, situada frente a la construcción colapsada, funciona, además, como bazar de objetos varios. Tras la intervención del hombre, los llantos del pequeño y su mamá se funden en un abrazo, síntesis del terror y felicidad.
Camino por Amado Nervo, policías destacados en una oficina de licencias buscan donde ser útiles, mientras echan un ojo. Ya en la calle donde está la casa de Fatimoshka, veo a otro, joven y en bicicleta, reportar a su mando por celular lo que ve (benditos celulares y, AMLO dixit, “benditas redes sociales”). En sentido contrario, a la misma distancia que yo de la puerta de nuestra hermana, veo a Annarkkelia y su fiel mascota. La sacó a dar la vuelta y las pilló el temblor. Los sobrinos no están, tampoco Fatimoshka.
Echamos un rápido vistazo a la casa. “Nunca había sentido un temblor tan fuerte”, me dice. No sé si le contesto: “Yo tampoco”, o nada más lo pienso. Estoy en estado de shock, a punto de soltar el llanto. Por Telegram o telepáticamente, nos enteramos que la hermana está en su chamba en la territorial Roma-Condesa de la delegación Cuauhtémoc y Martín Alejandro, el de Protección Civil, están bien y, obvio, les espera una ardua jornada; la sobrina está bien en su facultad en CU; del sobrino tardamos una media hora en saber que está con su novia, los dos bien, afortunadamente.
Para ese momento, estoy pegado a la computadora, preguntando “¿Cómo están?” o respondiendo cómo estoy. Tuiteo, retuiteo, feisbuqueo conforme me voy enterando de lo que pasa… y lo que pasa es espantoso. Veo fotografías del colapso que está ocurriendo; veo trajineras debatirse en el maremoto que agita con violencia los canales de Xochimilco; veo caer dos edificios, veo la tragedia sin filtros ni atenuantes; escucho aterrado los gritos de pánico de los videos y también los de solidaridad (“Las personas, las personas” grita una voz masculina tras el desplome de un edificio; una femenina repite una y otra vez “Dios mío, Dios mío, Dios mío”). A punto de ponerme a llorar, opto por alimentar la página del feis de RadioAMLO. Especialmente útiles, por precisos y abundantes, me resultan los post de Jorge Belarmino Fernández (¡mis respetos, Don!).
Recargó las pilas del celular y de la camarita de video para salir a reportear. No sé a dónde ir ni cómo transportarme. Por Telegram, El Druida, buen camarada de RadioAMLO, me propone ir hacia el parque España, por donde anda Fatimoshka; ella me sugiere ir en bicicleta. Les hago caso y apostando a la adrenalina, pues ando físicamente muy madreado, monto la bici hipster de mi sobrina y me pongo a pedalear. En Insurgentes, a la altura del monum. a la Rev., veo cuates controlando el tráfico, algunos se coordinan con agentes de tránsito; otros, nomás entre ellos; en cualquier caso evitan que Insurgentes se convierta en un mega desmadre.
Por Orizaba me dirijo hacia Álvaro Obregón, donde sé que cayó un edificio. En la plaza Río de Janeiro observo varios grupos en una especie de discreto y silencioso pic-nic. Después notó algo raro en Colima, giro y descubro a una cuadra, casi en la esquina con Jalapa, una construcción reciente, de unos tres pisos, sin fachada. La grabó en video y continúo. Llegó a la avenida. A la altura de donde estoy, no hay edificios colapsados. Una calle después, en Chihuahua y Orizaba, sí. Ahí la parte alta de una construcción soberbia se vino abajo; algunos de sus escombros cayeron sobre un magnífico Porsche blanco. (Por algo a la Roma le dicen Lomas del Porfiriato.)
Grabo y vuelvo a pedalear. No circulan muchos autos; motos, sí. ¡Hay brigadas de motociclistas! Al cruzar Insurgentes, dejo la Roma y entró a la Condesa. En Álvaro Obregón y Valladolid me topo con un monton de gentes: civiles, policías, soldados, boy scouts, médicos, brigadistas, más motociclistas, amas de casa, oficinistas, mirones… Desde ese punto de vista no se percibe nada colapsado. Pero desde Oaxaca hacia Álvaro Obregón, estremece la imagen del edificio que se derrumbó, el situado en el 286. Sobre los escombros trabajan cuadrillas de rescatistas civiles y militares. Es el único sitio donde priva el orden. Alrededor impera un caos raro, respetuoso, muy humano, solidario.
Me desplazo por Sonora, en su esquina con Amsterdam (tal vez la calle más linda de la Ciudad, la más caminable), cintas de plástico cortan la circulación, sin embargo peatones y ciclistas pueden cruzarlas sin problema. Ahí hay un edificio rosa evacuado; lo dañó el temblor pero no lo tumbó. Casi en la esquina con la calle México, la que circunda al parque del mismo nombre, noto otro edificio, es gris, está en my mal estado, pero en pie. Supongo, mal, que sus habitantes fueron evacuados en su totalidad. Desde el parque se ve su parte trasera y, ¡oh, tragedia!, muestra que uno de sus pisos, ¿el tercero, el cuarto? se asentó en el de abajo. Rescatistas, no sé si militares o civiles, tratan de llegar a la zona colapsada. Exponen la vida; la mole podría sepultarlos si hubiera una réplica o simplemente si la estructura, tan dañada como está, diera de sí y se derrumbara.
De repente se pide silencio para percibir los posibles sonidos surgidos del interior, y todos guardan silencio. De repente, que se apaguen celulares porque hay una fuga de gas, y todos los apagan, o hacen como que los apagan. Hay una especie de consenso que impone la situación y nos obliga a todos a no causar conflictos.
Pedaleo por el parque y veo venir a unos cien soldados. Sobre la camisola, traen un chaleco reflejante anaranjado y casco industrial amarillo; sus armas son palas, picos y carretillas. Avanzan rápido, de dos en fondo. Uno de los que va al frente pregunta a un vecino donde está el sitio al cual los mandaron. De súbito, quienes están en el parque, comienzan a aplaudirles, a darles las gracias, a desearles suerte. El momento es conmovedor. Dejo que me fluyan algunas lágrimas. “Para eso es el ejército –me digo–, para cuidar al pueblo, para protegernos”. Todos son jóvenes, flacos, morenos,correosos. Los sorprende y anima la bienvenida. Aceleran el paso. Algunos levantan la mano con un ademán que alía el saludo al agradecimiento.
Voy tras ellos y llego a Amsterdam, donde hay un camión de volteo al que llega el cascajo a través de dos filas de voluntarios y voluntarias (voluntari@s). Por la banqueta de Amsterdam, llego hasta su esquina con Laredo. Otra vez el horror de la destrucción consumada. Esa aberrante imagen, especie de cubismo del terror, ante la cual uno se pregunta: “¿Eso es una pared, un techo, el piso?” Registro en video y me retiro.
Noto que l@s voluntari@s forman cuatro filas; las interiores mueven el cascajo en cubetas domésticas o en botes de pintura o pasándose trozos más o menos grandes de concreto o tabiques enteros; las filas exteriores se dedican a regresar los recipientes; de repente un fortachón o un flaco correoso se hace cargo el solo de llevar toda la ruta algún fragmento demasiado grande. Hay orden en la mecánica de trabajo. Los escombros no son desbaratados a lo loco, son desarmados. Una grúa carga y saca del edificio en ruinas grandes pedazos de pared; a unos metros, unos hombres lo dividen a mazazos, otros llenan los improvisados contenedores y se los pasan a l@s de las filas, quienes de mano en mano lo hacen llegar hasta el camión. Realizan su actividad seri@s, comprometidos, amorosos y patrióticos al grado que uno se avienta un grito a la 15 de septiembre; éste es respondido por l@s demás, concluyendo con el clásico “¡Viva México!” “¡Viva!”.
Aplazo unos momentos el retorno a casa, para derramar sentado en una banca del parque España unas cuantas lágrimas más; éstas, dedicadas a las chicas que con toda seriedad se ofrecen como voluntarias y cumplen su asignación al pie de la letra, así sea transportar rugosas piedras con sus muy delicadas manos. Empiezo a sentir el cansancio e inicio un regreso que resultó azaroso.
Ya se había puesto el sol y no había alumbrado público. A la mejor por eso, increíblemente me perdí en una zona que conozco de toda la vida. Me di cuenta a tiempo y pedaleando sin prisa ni pausa llegué a Paseo de la Reforma; decidí entrar a la colonia Santa María la Ribera por la calle que le da nombre; pasé otra vez por donde me agarró el temblor y aproveché mis respetos al maestro vulcanizador; él estaba hablando por teléfono, se hizo el occiso primero y después me dijo: “¡Gracias, padre!”. Llegué a casa exhausto y hambriento. Me metí en la compu, le avisé a l@s camarad@s de RadioAMLO y a los de la revista Polemón mi intención de escribir esta crónica; Druida se ofreció a editar los videos y se los envié. Salí a la calle de nuevo, sólo para enterarme que el lugar donde quería alimentarme estaba cerrado. Regresé. Comí cualquier cosa y me dispuse a escribir.
Checando redes, me enteré del drama de los niños del colegio Rébsamen; de la pequeña Frida Sofía que desde los escombros texteaba pidiendo auxilio; de la profesora que declaró que la alarma sonó a la hora del simulacro, pero no cuando el temblor real. Pensando mal, casi la única forma de pensar cualquier cosa relacionada con nuestras autoridades, uno podría suponer que como la ceremonia conmemorativa del sismo del 85 y el simulacro les salieron bien, alguien o algunos se relajaron de más y pues… El caso es que pasó lo impensable: el día del aniversario del temblor más ojete que haya sacudido a la Ciudad de México en quién sabe cuántos años, nos tocó éste, que si bien se sintió más fuerte que aquél, por fortuna causó menos daños y menos muertes.
Concluyo sirviéndome de una frase popular mexicana, fusilándome un poquito a Guillermo Cabrera Infante y aportando algo de mi cosecha: Pobre México, tan lejos de Dios, tan cerca de su presidente, tan cerca de los Estados Unidos y encima este pinche sismo.
PD 1: Cuando volví de mi no-cena, mi hermano Martín Alejandro ya estaba en casa tratando de descansar un poco. Vano afán. Al ratito le hablaron para que llevara gasolina al colegio Rébsamen, pues la necesitaban para las plantas portátiles de energía eléctrica. Volvió y durmió algunas horas mientras yo escribía esto. Ahora, otra vez está al tiro para brindar su servicio.
PD 2: Jorge Belarmino siguió hasta bien entrada la noche posteando valiosa información. Y al rato, seguro, seguirá haciéndolo.
Mario Ángel Román del Valle
21 septiembre, 2017 at 1:32 pm
Lo felicito, Víctor. Por su espléndida crónica. Reciba un abrazo cordial