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Eduardo Galeano. Foto: Especial

Cultura

No te tomes en serio nada que no te haga reír, decía Galeano

 

Para Helena Villagra,
aire en el viento.

El cuentacuentos

Cuando visité a Eduardo Galeano en el hotel Condesa, me propuso ir a caminar al Parque España. No sé cuántas horas dimos vueltas, bajo los árboles cantores, proclamando que el mundo es mágico. Con paso lento, hablamos de García Lorca y me contó que en un teatro de Asís, en Italia, había aplaudido con Helena hasta despellejarse las manos y las suelas de los zapatos, porque los actores, más numerosos que el público de dos únicos espectadores, se habían entregado enteros. Me preguntó por el fraude electoral contra López Obrador y terminamos hablando, con lujo de detalles, de revistas y del Che Guevara.

La noche bajaba balanceándose entre las casonas y los faroles.
Galeano me miró con sus ojos azulísimos.
-Te quiero presentar a un amigo.
-¿Cuándo?
-Ahorita, como dicen ustedes.
Nos paramos junto a un auto clásico estacionado casi en la entrada del hotel y entonces decidió confesarme que su amigo era muy parlanchín. Y así fue que me presentó a su amigo.
-Hoy anda un poco serio.
-¿Quién?, ¿dónde? -le dije.
-Ah -dijo Eduardo-, adentro del coche.
Y adentro no había nadie. Sólo un maniquí.

Eduardo Galeano. Foto: Especial

Una ventana

Estamos ante un hombre que desde muy temprano aprendió a escribir dándose entero. Esta sinceridad es ejemplar porque se pone al alcance de todos y nos abre las puertas de su mirada implacable, examinando el mundo desde afuera, porque supo vivirlo, en sus hondas contradicciones, desde adentro. Pero eso no es todo: al abolir el palabreo, Galeano suprimió su solemnidad. Su obra se asume como capaz de desvestir la realidad, corriendo el riesgo de la sencillez, acompañándose a veces de la ironía, cuando de literatura se trata, y del humor, al hacer periodismo.

Con esa misma “divertida seriedad” que encontró luego en el Gordo Soriano, en el número 1283 de Marcha (diciembre de 1965) se burla de la dictadura brasileña, que lo expulsó del país. Armando Mascarenhas, secretario general adjunto de la Conferencia de la OEA, lo acusó: “Usted ha escrito artículos extremadamente injuriosos contra el Brasil en general y sus mujeres en particular”. “Me reí”, escribió Galeano en su nota especial.

En ella se pregunta: “¿Qué tiene que ver el excelentísimo Presidente Mariscal Castelo Branco, a quien mucho respeto, con las muchachas de Ipanema, a las que mucho admiro?”. Y piensa en voz alta: “Confundir mi hostilidad al mariscal con mi devoción por las mujeres cariocas creadas por Jehová en su día de más alta inspiración es claramente absurdo: en Río de Janeiro las mujeres feas han sido, como se sabe, exterminadas”.

Razonamientos aparte, la risa es la llave de la crítica. “Eso de que yo me llamara Eduardo Hughes Galeano, les pareció más bien una conspiración china”. Y es incisivo: “Por razones que me son ajenas, no nací con el nombre de Lyndon Baines Johnson, que, sin duda, hubiera sido más del agrado de la OEA”.

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Eduardo Galeano. Foto: Especial

El ojo de la cerradura visto por el universo

Guillermo Chifflet, El Flaco, conoció a Galeano en los días de la Juventud Socialista, en 1955. En la Casa del Pueblo tomaban el Curso de Formación Socialista, que derivaba, entre otros, en los cursillos La Teoría Socialista, que impartía Enrique Broquen, y El problema del imperialismo, con Vivián Trías y Germán D’Elía, cursillos que continuaban porfiadamente en La Telita, un bodegón que de día vendía verduras y de noche se volvía boliche.

No hace mucho, en Montevideo, le pregunté por Galeano, su compañero y hermano en las redacciones de El Sol y Marcha, en la aventura de Época, en la Gaceta de la Universidad y la fundación de Brecha. “Un compañero excepcional, con gran imaginación, además, y humor, buen humor, siempre estaba alegre”.

Y esa alegría pasaba lista en Época, limpiando diariamente la palabra justicia. Y no faltaba tampoco a su cita con la rebeldía.

Eduardo Galeano. Foto: Especial

Otra ventana

En el número 285 de El Sol (también de diciembre de 1965) se publicó una pequeña historia. Por entonces, la represión encarceló a más de mil obreros sindicales y el binomio Moratorio-Tejera decretó la clausura de Época, El Popular, El Sol y dos diarios salteños. Aquello espantaba pero los locos de Época resolvieron convertir en papel sus pizarrones y, desde los balcones, difundir las noticias más importantes de la jornada. Se les prohibió el periodismo de pizarrón. Anunciaron en ellos su clausura. También se les prohibió. Y entonces en los pizarrones aparecieron frases de la literatura española. Para peor, recogidas con aplausos por circunstanciales lectores de la calle. Ante esto, un policía decidió consultar telefónicamente con el comisario:

-Sí, ahora pusieron una frase que dicen es de un clásico español.
-¿……?
-Del Quijote de la Mancha, dicen.
-¿……?
-Mire, no lo tengo muy presente, pero es algo así como que están ladrando los perros porque viene mucha gente, o algo así, no sé.
-¡……!
-Ta bien, comisario.
Y comunicó la decisión: ¡HAY QUE SACARLO!
En el pizarrón se leía: “Ladran, Sancho; señal que cabalgamos”. – Miguel de Cervantes (anterior a Tejera).

Eduardo Galeano. Foto: Especial

Encuentros

No por casualidad, ante la ola reaccionaria que arde con el neoliberalismo y al son de una izquierda que para transformar el mundo propone dejarlo igual, sus textos siguen siendo miradas para lavar el mundo al revés.

Y contando cantando la verdad de nosotros mismos, seguirán siendo.

Por eso será que lo escuchamos como si estuviera vivo.

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