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Feminicidio. Foto: Paloma López/Proyecto Diez

Crónicas

La vida rota: historia de un feminicidio

I

Cuando abrió la puerta el sol ya se había vuelto débil y el calor, aunque no se había transformaba en frío, perdía vigor. Vivía en una pequeña casa en el campo donde no mucha gente pasaba. Pensó que era su hermano. O su mamá. O quizá su papá que le venía a traer al perro que, a pesar de su muy corta estatura y debilidad a simple vista, ladraba como si fuera un feroz mastín napolitano. Y es que todos ellos vivían cerquita de ahí, y tenían, desde hace mucho tiempo, desde siempre, una estrecha comunicación.

No era ninguno de ellos. Era su esposo. Hacía treinta días que se habían separado una vez más. Como lo hicieron en muchas ocasiones durante su historia juntos. Ella, de 29 años de edad, estaba convencida que esta vez sería la definitiva, que no más, que ya. Que se había concluido todo y no había futuro para ambos en pareja.

Hacía poco menos de cuatro horas él había salido por esa misma puerta. En esa primera visita del día acudió para intentar “arreglar” todo. Suplicó que no lo dejara, que lo que ella había sufrido con él no se repetiría. Que esta vez sí iba a transformarse y que ya no habría ni gritos ni amenazas ni golpes. Pero ni los ruegos primero ni la voz alzada y dura después habían servido. Salió enojado, sabiendo que ella ya no quería estar a su lado y que no iba a cambiar de parecer. Se fue con ganas de volver ese mismo día. Y volvió.

Lo que a continuación sucedió fue todo muy rápido. Como un suspiro. Como un relámpago en una tormenta. Como una palabra que se pronuncia con fuerza y nada más terminar de decirse se hace silencio.

Los cinco hijos de ambos estaban en la casa. Ya acomodados en los lugares donde siempre dormían. Él comenzó primero insultándola y después vinieron los empujones, los puñetazos y los puntapiés. Usó especialmente las rodillas y los codos, pues son las partes, junto con la cabeza, más duras del cuerpo humano. Rápido la tumbó. Después, para que no se moviera, la amarró con un alambre por el estómago. Hecho esto, le enterró varias veces un cuchillo en el pecho. Y como si hiciera falta más dolor, le cortó las venas que pasaban por su muñeca: quería que se muriera, y rápido.

Ella había intentado defenderse, pero la fuerza de él era más fuerza que la de ella. Le dijo a su hijo, con la poca vitalidad que le quedaba, que saliera, que fuera a pedir auxilio y le hablara a su abuela o a su abuelo o a sus tíos. Él, cuando observó que el niño obedecía a su madre, lo tumbó con fuerza y le dijo: “mira cabrón, si sales de la casa y vas a chismear te mato a ti y a todos tus hermanos ahora mismo”.

El niño, de diez años de edad, se quedó en la casa, con un miedo que no ha dejado de sentir hasta ahora, con no saber qué realmente pasó, qué realmente está pasando. Vio todo. Observó como él la humillaba y la golpeaba. Miró, junto con sus otros cuatro hermanos, cómo su padre mataba a su madre, la asesinaba.

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II

En el periódico se consignó que un hombre había asesinado a su esposa: doscientas sesenta palabras. En la televisión se anunció con bombo y platillo una “nota” de un “incidente” donde un hombre había matado a su pareja: un minuto con cuarenta segundos. Todo lo demás, todos los detalles y lo que la familia ha pasado después, está lleno de silencios. De no palabras.

A la mayoría de los medios de comunicación les interesa la sangre. Entre más violento sea un asesinato, más espacio se le dará. Entre más cruenta la situación haya sido, más palabras se dirán y más imágenes se mostrarán. Después de que la nota está consignada, nada pasa. Nada les interesa. No se preocupan por los afectados. No se inquietan ni con su dolor ni con su impotencia ni con su desesperación. Para muchos medios, lo único digno de ser “reporteado” son los recién fallecidos en un asesinato o en un “accidente”. Después se alejan. Se van. Lo que queda no les interesa. No les importa.

Muchos medios de comunicación solamente voltean cuando la violencia vuelve a despertar y hay de nuevo sangre. Cuando alguien porta un cuchillo y lo mete en el estómago o en el pecho de una persona, o cuando un hombre o una mujer aprieta el gatillo de una pistola y la bala perfora la cabeza de alguien. Únicamente así retorna el interés. Lo demás, los aburre. O ni siquiera se enteran que hay un “demás”.

La sangre vende y capta audiencias. La sangre hace que una página de internet de un medio de comunicación tenga más visitas, y por ende, más posibilidades de vender publicidad a un precio más alto. Por eso la “nota roja” resulta un buen negocio, y muchos reporteros, editores, jefes de información y dueños de medios de comunicación se preocupan siempre por “cubrir” lo actos más sanguinolentos posibles, lo más color rojo. Fuera de eso, lo demás está de más. Se puede omitir. Silenciar. Hacer nada.

III

Abrí el periódico y comencé a leer: que ya pronto los nuevos alcaldes estarán tomando posesión. Que irán contra los ladrones y contra los malos y la corrupción se acabará: que todo será mejor y la vida nos estará cambiado en unas cuantas horas: que viviremos siempre en un entorno lindo. Que la historia se transformará de un día para otro.

Pasé las hojas como sin ganas de leer otro cuento. Llegué a la sección de “seguridad”. Ahí estaba el caso. Me detuve en el encabezado y leí detenidamente. Al concluir, rápido se me vino a la mente: “esto se convertirá en un número más”.

Sí, un número más que estará contenido en una cifra anual. Un número más que se incluirá como parte de un porcentaje en un discurso de algún dirigente de una asociación civil, o de una encargada de un instituto de las mujeres, o de un gobernador o de un alcalde o quizás del presidente del país o de un alto funcionario de una organización internacional. Un número que no dejará jamás de ser un número más, que estará condenado a serlo siempre, toda la vida. Un número y nada más. Una mención en la prensa y nada más. Una historia que no será contada y que pasaría desapercibida. En desconocimiento.

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Pasé la vuelta a la hoja del periódico. Me terminé el café en ese café a donde siempre voy, y me levanté. Caminé por las calles del centro de Guadalajara y el caso de esa mujer que había sido asesinada por su esposo comenzó a borrarse de mi mente. Se me transformaba en olvido.

El azar es algo complicado de explicar. Azar por ejemplo es que a los cuarenta años compres el primer boleto de lotería en tu vida y te saques el premio mayor. Azar es que salgas de tu casa corriendo con unas energías que no sabías que tenías y alcances una unidad del transporte público que está pronto a arrancar, y cinco minutos después, dos tipos armados con pistola y cuchillos se suban a esa misma unidad y te roben todas tus pertenencias. Azar es eso que llamamos inexplicable y que nombramos a veces coincidencia. Y a mí, ese día, el azar hizo que el caso de la mujer que fue asesinada por su pareja no se me olvidara.

Llegué a mi casa y encendí la computadora. Entré en la red social más popular del país, y sin buscar, me encontré una publicación de una persona que conozco. Había compartido algo sobre esa mujer que fue apuñalada por su pareja. Pude haberla dejado pasar, no verla. Quizá el “algoritmo” de esa red social pudo haberme impedido leer lo que mi conocido mencionaba sobre el caso. Pudieron haber pasado muchas cosas, quizá me hubiera hartado de perder el tiempo y me hubiera ido a dormir. Quizá un transformador de luz hubiera estallado y me hubiera quedado en la oscuridad. Nada de esto pasó, y vi lo que mi conocido decía sobre el caso. Pronto lo relacioné.

Al siguiente día contacté con mi amigo en esa red social y le escribí: “me gustaría hablar con esa familia que tú conoces, la de la mujer con cinco hijos que fue asesinada por su esposo”. Esta persona accedió a mi petición. Unas horas después, o un día después, no recuerdo bien, me dijo: “la familia aceptó charlar contigo”.

Dos o tres días pasaron. El mundo continuaba girado de la misma forma: al menos para mí. Y llegó el momento: encendí el auto y salí de la ciudad. No conocía el pueblo a donde iba y hasta hace dos semanas ni siquiera sabía de su existencia. La carretera parecía que tenía muchos años sin ser remozada. Pronto anochecería. El pueblo era de calles angostas y casas pequeñas. Perros sin dueños deambulando por todos lados. Pude detectar fácilmente que esa localidad era de las no beneficiadas con las grandes obras de los gobiernos, y que estaba habitada por los olvidados de un sistema que se dice equitativo pero que en la práctica crea desigualdades tan grandes que es difícil siquiera darles un nombre.

Me bajé del auto y toqué en la casa que me habían indicado. Así fue como conocí a la familia de la mujer asesinada por su esposo. Me dijeron que querían contarme lo que había sucedido. Yo escuché: sus palabras, sus rostros, sus silencios.

Betsabé García Hernández. Foto: Especial

Betsabé García Hernández. Foto: Especial

IV

Betsabé García Hernández conoció a Alberto Servín Álvarez cuando ella estudiaba la preparatoria. Hubo coqueteo y pronto les nació algo que consideraron amor. Quienes los veían pensaban que estaban contentos y hasta felices. La familia no se sentía muy conforme con la relación, pues se corría el rumor en el pueblo de San Sebastián, en el municipio de Tlajomulco de Zúñiga, que Alberto y sus parientes se encargaban de la distribución de droga en la zona. Pero eran sólo eso: rumores. Palabras que corrían de boca en boca y que se alimentaban con detalles borrosos e incluso contradictorios. No había claridad acerca de esa información: todos en el pueblo la sabían, pero nadie se atrevía a confirmarla, a ponerle el calificativo de cierta.

La familia de Betsabé, aunque preocupada por los chismes, no se interpuso en la relación. Si dos se quieren, ¿quién es la familia para echarle hielo y veneno y mal augurio al amor y a las ilusiones? El respeto ante todo.

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Poco tiempo después de iniciar su noviazgo, Betsabé y Alberto se fueron a vivir juntos, y desde el principio la familia de ella se dio cuenta que él era machista. Tenía actitudes que molestaban, indignaban y muchas veces preocupaban. Pero pensaron que, con la confianza, se irían diluyendo, desapareciendo. También notaron, de forma inmediata, que Alberto consumía mariguana y cocaína y que lo hacía casi todos los días. Pero Betsabé era muy reservada, y aunque contaba a veces ciertas cosas de su vida con Alberto, no eran tan alarmantes como para poner a la familia en estado de alerta.

El padre de Betsabé, campesino de toda la vida, cuando habla de ese pasado lejano de su hija, de cuando ella se fue a vivir con Alberto, se le saltan las dudas en el rostro y los ojos se le ponen rojos. Quizá piensa que pudo haber actuado de otra forma, que él y su esposa y sus hijos pudieron haber cambiado la historia de lo que ya no se puede cambiar, que si su hija les hubiera dicho algo, o contado algo, las cosas no serían como hoy son. Me dice con ese rostro de dudas y esos ojos que se ponen cada vez más rojos: “siempre la agredía pero nunca nos decía nada”.

Betsabé y Alberto estuvieron casados más de 12 años y tuvieron cinco hijos. Desde un principio él la violentaba verbalmente. Que puta, que enferma, que pendeja, que mujer cualquiera. Siempre agresiones y humillación. La denigraba y la sometía. Alberto quería una relación donde él fuera el que mandara y el que decidiera todo y donde la violencia y el trato vil de él hacia ella se convirtieran en cotidiano: en lo de todos los días. Maldecir a tu pareja, menospreciarla e insultarla, aunque no haya golpes, es violencia. Y esto a pesar de mucha gente que piensa, hoy en día, que las palabras no violentan. Que las palabras son débiles y no lastiman.

V

La casa a la cual llegué para entrevistarme con la familia de Betsabé está pintada de colores muy vivos, con verdes muy blancos y azules poco pálidos. Consta de cuatro espacios que no tienen una vocación específica, es decir, que pueden fungir como sala o comedor o cocina o lugar de trabajo o recámaras o cuarto de los tiliches. No hay, como en las casas de los ricos, habitaciones destinadas para cada actividad. Hay espacios que se utilizan y reutilizan dependiendo de lo necesario, de lo inmediato: de lo que es urgente.

En una de esas habitaciones había una mesa (junto con un sofá que también era cama), y en torno a ella nos sentamos. Estaban todos: su madre, sus hermanos y su padre. Desde que supe que los entrevistaría, me entró un dolor de estómago que no era fuerte, pero sí obstinado. Un dolor extraño provocado por no saber qué hacer cuando estuviera ahí, con la familia. Reflexionaba sobre la mejor forma de iniciar la conversación. Qué debía decir. Cómo debía preguntar. A quién debería dirigirme más. Durante dos días estuve haciendo anotaciones, imaginándome la entrevista, buscando la mejor forma del expresar y del callar, la menos dolorosa para ellos. Hacía quince días que habían asesinado a su hija, a su hermana, a su niñita que creció y se hizo adulta y se convirtió en madre. Hacía tan sólo quince días…

He tenido entrevistas difíciles a lo largo de mi carrera profesional. Por ejemplo, cuando charlé con lesionados permanentes de las explosiones del 22 de abril, es decir, con personas a quienes, de un día para otro, les cambió la vida y para mal. Recuerdo que comenzaban a llorar al rememorar la explosión que los dejó imposibilitados para trabajar. Me dolía su dolor. Sin embargo, ninguna de esas conversaciones, ni de las que he mantenido en otros lugares y con muy diversas personas, me resultaron tan complicadas. Y es que el charlar con la familia de Betsabé casi me tumba, casi me derrumba. Quizá es que me derrumbó, pero hice todo lo posible para que no se notara, para ocultarlo, para decir que seguía ahí: de pie en la conversación.

Me contaron todo lo que tenían dentro. Los observaba detenidamente: veía sus rostros, sus manos, sus ojos: la tristeza, su quebranto, las cuitas que de tan recientes olían fuertemente a tristeza. Hubo un momento en que pensé en detener todo. Decirles: “yo no puedo, esto es demasiado, ya no soporto este mi dolor que me nace de su dolor”. Me aguanté. Tenía que ser duro. Resistir. Estaba ahí, enfrente de ellos. Los veía y no podía más. Sentí que me desvanecía, que el cuerpo no respondía, que mis manos se tumbaban y mis piernas se doblaban y mi espalda caía. Si eso sentía yo: ¿qué sentían ellos?

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Al lado de donde platicábamos, solamente unos cuantos metros más allá, bien cerquita, estaban ellos, los niños de Betsabé. Jugaban. Reían. A veces peleaban. De reojo veía el rostro del chico de diez años, el mayor. No sonreía como los demás. Siempre trataba de poner cara de enojo, de seriedad, de adulto que está inconforme con la vida que ha vivido. La familia me contaba de Betsabé y de sus hijos. De Betsabé y de sus sueños. De Betsabé y de sus ganas de vivir una vida libre de violencia, y yo volteaba hacia el otro lado, y veía a los hijos de Betsabé. Las piernas mías se quedaban sin fuerza. Mis manos se llenaban de un no sé qué que me carcomía.

Cuando la charla se terminó, los niños se acercaron a la mesa donde estábamos nosotros. Dos veían un celular. Uno, el más chico, el de tres años, se abrazó pronto a su tío. El otro aventaba un juguete e iba por él a recogerlo. Y el grande, el de diez años, continuaba haciendo de su cara un rostro de estar enojado. Se sentó en una silla y su mirada se dirigía hacia ninguna parte. Una mirada que parecía estar conformada solamente por rabia, rencor y resentimiento. Apretaba los labios y ese gesto formaba un rictus de disgusto inefable.

La madre de Betsabé, al darse cuenta que miraba a su nieto, me dijo, como quien me cuenta un secreto: “el niño le tiene mucho coraje al padre. Me dice a cada rato que quiere que lo agarren, que quiere que le pasen cosas feas, que para él, su padre no es su padre”. También me contó que uno de los niños, en las noches, se levanta y comienza a llorar, y le dice que quiere irse con su mamá, que la quiere ver y la extraña, y ella, que no sabe qué hacer, lo trata de calmar y le responde que no es posible, que su mamá no está ya aquí, en este mundo, que se fue al cielo y que descansa en el panteón. Y entonces el niño le pide desesperadamente que lo lleve al panteón, que quiere estar donde su mamá, y que si a su mamá la enterraron, él también quiere estar ahí enterrado, cerquita de ella.

VI

En 2009 Alberto golpeó vehementemente a Betsabé. De las humillaciones verbales había pasado a los manotazos, las cachetadas y los puñetazos. No es que la violencia en la palabra hubiera desaparecido. No. Es que ahora esa violencia estaba acompañada de dolor físico, en el cuerpo.

Y no era la primera vez. En 2006, o quizá en 2007, Betsabé llegó con su papá y le contó que Alberto le había dado varios puñetazos, que la había tumbado y estando ella en el suelo la había pateado. Fueron a denunciarlo con la policía. La persona que los atendió se medio rió, y en un tono mezclado de burla y seriedad, les dijo: “eso no es nada. Si hasta ya se le borraron los golpes. Para que nosotros podamos actuar debe venir sangrando señora”.

Betsabé era una mujer valiente. Y las mujeres valientes tienen fuerza y coraje y entereza. Por eso, un día de 2009 decidió que esos golpes que recibía y que se habían hecho tan cotidianos, no eran cosa normal. Debía hacer algo. Así que se llenó de coraje y se planteó denunciar a su esposo ante las autoridades. Ya no más infierno. Ya no más tratos que la mancillaran todos los días y a todas horas.

Marcó el teléfono de una amiga de toda la vida y le contó lo que le pasaba. Ambas fueron a una oficina de la Procuraduría del Estado de Jalisco. Ante varios burócratas describió lo que le sucedía: que su marido la había golpeado, que la agredía, le gritaba y la insultaba, que todos los días le decía que era poca cosa, que era una puta, que era lo peor que le había pasado. Y que ella, Betsabé, quería que eso se terminara, que no sucediera más. Estaba harta de vivir lo que vivía, y pensaba que había posibilidad de no vivirlo más. Por eso acudía a una oficina gubernamental dispuesta a hacer todo lo necesario para terminar con su infierno, con el infierno de estar junto a Alberto, su esposo y agresor.

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Quienes la atendieron en la oficina de la Procuraduría le pidieron un montón de papeles y le dejaron claro lo que tenía que hacer: “señora, usted tiene que demostrar que su marido la agrede, usted tiene que probarlo”. La mandaron a varias oficinas donde burócratas más o menos parecidos a los que la atendieron primero le decían lo mismo: que ella debía demostrar, que ella debía evidenciar, que ella debía convencer. Que ellos no podían creer así nomás que su marido la humillaba y la golpeaba. Ella y solamente ella era la responsable de comprobar lo que decía. Aún así, sabiendo lo difícil que sería eso, Betsabé decidió continuar con la denuncia. Y es que Betsabé era una mujer valiente, y las mujeres valientes tienen fuerza, coraje y entereza.

Betsabé juntó papeles y anduvo de oficina en oficina tratando de convencer a muchos burócratas que la atendían que era verdad lo que ella decía. Un día, los señores encargados de impartir justicia y detener cualquier tipo de violencia, muy llenos de sonrisas y de contento, le dijeron que las cosas estaban marchando muy bien, y le dieron una buena noticia: ya estaba redactada y firmada una carta-citatorio para que su esposo acuda a declarar ante la Procuraduría.

Sin embargo, esas personas que le dieron la “buena noticia”, le plantearon un problemita: los encargados de entregar los citatorios en la Procuraduría estaban muy llenos de trabajo con todas las cosas malas que suceden en el orbe, y si se atenía a ellos, podría ser que la notificación jamás llegara a su destino. Por eso le propusieron algo que consideraron lo “más conveniente”: que como ella, Betsabé, conocía a su esposo y sabía dónde vivía y dónde trabajaba, que por qué no le llevaba ella misma el citatorio para que él se presentara en la oficina donde debía declarar. Dijeron que ésa era una muy “buena opción”, pues “agilizaría” el trámite y todo marcharía mucho mejor.

Betsabé estaba decidida a terminar con las humillaciones que todos los días recibía de Alberto, así que aceptó hacer lo que le pedían en la Procuraduría, y con la misma amiga con quien había acudido a denunciar a su esposo, decidió ir y dejar el citatorio en el lugar donde estaba Alberto. Sí, ella misma fue la encargada de entregar la misiva que obligaba a su agresor a acudir a la Procuraduría.

Pronto Betsabé se dio cuenta que las instituciones en este país funcionan mal y hacen poco por la gente que no es rica ni influyente. El papeleo era un castigo cotidiano. Muchas veces los burócratas de la Procuraduría le dijeron, en una especie de terapia psicológica, que porqué no mejor arreglaba las cosas con su marido, que unos golpes no eran cosa muy preocupante, que solía pasar y que quizá con una plática se arreglaba todo y vivían felices. Que quizá su esposo cambiaba. Le pedían “comprensión” y argumentaban constantemente que a todos nos puede pasar eso de estar enojados y desquitarse con una persona: “eso suele suceder señora, pero no es tan grave, no es el fin del mundo”. Le mencionaban que a veces quejarse no es bueno y, en cambio, aguantar tiene muchos beneficios a largo plazo.

Betsabé, a pesar de que era una mujer valiente, se desanimó. Y es que en México, hasta a los más decididos, cuando se topan siempre con la realidad de un país en donde la justicia suele ser un sueño que todos imaginamos pero nadie sabe si existe, les entra el desaliento y eso que podríamos llamar derrota. El ir y venir de una oficina a otra, el recibir trato denigrante por parte de las autoridades, y el que su marido, con la denuncia, se pusiera más agresivo y más golpeador, contribuyeron a que Betsabé decidiera, ese mismo año de 2009, detener su intento por separarse de su esposo.

Feminicidio. Foto: Paloma López/Proyecto Diez

Feminicidio. Foto: Paloma López/Proyecto Diez

VII

Alberto se enojaba mucho cuando Betsabé no hacía lo que él le pedía: cuando no estaba donde él quería que estuviera y cuando no hablaba lo que él quería que ella hablara. Un día, por ejemplo, a Betsabé la invitaron sus hermanos a una comida y ella aceptó ir. Se celebraba el cumpleaños de un familiar. Estuvo contenta. Rió y platicó con primos, tías y cuñadas. Dicen los que la vieron ese día que estaba animada, alegre: radiante.

Ese sentimiento pronto se le terminó: cuando regresó a su casa, Alberto había roto un montón de objetos: platos, sillas, floreros, la televisión que tenían y que les había costado mucho esfuerzo comprar. Había pedazos de vidrio por todas partes: su casa se había convertido en un desastre. Esa era una forma habitual en la cual Alberto mostraba su enojo, y es que eso de haberse ido a una comida con su familia, eso, era una cuestión imperdonable para él. Era motivo de castigo. De punición.

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Betsabé se sabía una mujer violentada. Lo fue durante más de doce años, desde el comienzo de su relación con Alberto. En 2009 había tomado la decisión de dejar a su esposo, pero las autoridades no le facilitaron las cosas. Le hicieron la separación complicada. Tenía claro que su esposo se ponía más enojado y más violento cuando ella lo intentaba dejar o cuando ella mostraba cierto rechazo al maltrato que él ejercía. Destrozaba cosas y la humillaba de un modo más pertinaz y brutal. Y ella albergaba miedos muy fuertes que le aquejaban a cada rato: Alberto podía comenzar a atacar un día a sus hijos, hacerles daño, violentarlos también. Quizá por eso optó por continuar con él. Quizá pensó: si él se calma cuando yo no intento dejarlo, podría ser la solución. Si él se tranquiliza cuando yo hago todo lo que me dice que haga, puede que ése sea el arreglo del problema.

Las mujeres, cuando sufren violencia de parte de sus parejas o de familiares, suelen no estar apoyadas por las instancias públicas encargadas de detener este problema. Papeleo, idas para acá y para allá, violencia de las mismas autoridades. Por eso muchas mujeres deciden quedarse donde están, y soportar la violencia. Idean estrategias no para que esa violencia termine de tajo, sino para que les afecte lo menos posible. Ésa fue la salida de Betsabé.

En México se han hecho leyes para proteger a las mujeres. En 2008 se aprobó a nivel federal la de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, la cual establece estrategias para impedir que se maltrate a las mujeres. Pero redactar un montón de artículos e incisos donde se establece castigo a los violentos no significa que esos artículos e incisos se apliquen en la realidad, ni que el problema que se pretende eliminar sea verdaderamente erradicado. Tan es así que, después de aprobada esa ley, tipificado el delito de feminicidio y promulgadas un montón de leyes sobre la materia en todas las entidades de la República Mexicana, el maltrato hacia las mujeres continúa y hasta se ha agravado.

Betsabé continuó su vida con Alberto. Quizá fueron sus hijos. Quizás las amenazas que él constantemente le hacía. Ella, que ya era reservada con temas de su relación marital, se volvió aún más. No contaba casi nada. Su sufrimiento se lo callaba. Se lo ahogaba. Su papá menciona constantemente, como si decirlo muchas veces fuera a cambiar algo de lo que le sucedió a su hija: “ella se quedaba callada. Ella nunca se quejaba del maltrato. Nunca nos lo contaba a nosotros”.

VIII

Amontonados en un cuarto de la casa familiar están los utensilios de trabajo de Betsabé. Ella era costurera, y cuentan que era una muy buena, que hacía trabajos excepcionales, que a la gente le agradaba mucho llevarle sus telas y ropas para que les diera forma o les arreglara los desperfectos. Trabajaba en ello el tiempo que le quedaba libre de cuidar a sus hijos, de limpiar la casa, de lavar y planchar y dejar todo bien para que su esposo no se enojara ni se quejara.

El que ella trabajara en la casa de su familia, sin embargo, le causaba un enojo muy grande a Alberto. Le decía que seguramente ella coqueteaba con todo hombre que fuera a llevar sus ropas para arreglar.

Los cierto es que Betsabé juntaba un dinero (que nunca fue mucho) para que las carencias en la casa no fueran tantas ni tan visibles. Para tener algo que comprarle a los niños. Para los uniformes y las comidas y la vida que en este país se vuelve cada día más cara y más dura. Tener cinco hijos nunca ha sido un buen negocio, y Betsabé lo sabía. En lo de la costura le ayudaba su mamá. Tenían varios clientes y la fama en el pueblo del buen trabajo que hacían corrió rápido.

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Hoy, ese espacio donde ella laboraba está como sin vida. Ahí están las dos máquinas de coser. Ahí están las telas que Betsabé no pudo convertir en vestidos o en pantalones o en faldas. Ahí también están las ropas con desperfectos que ella no terminó de zurcir. Los pendientes se quedaron en eso, en pendientes. Ella ya no está.

Ese cuartito lleno de tiliches y utensilios de trabajo se quedó como detenido en el tiempo. Nadie lo mueve. Nadie lo toca. Nadie se atreve a modificarlo. Es como si la familia pensara que la muerte de Betsabé ha sido un mal sueño, una pesadilla, y que dejar intactas las pertenencias de ella contribuye a cambiar una historia que no se puede cambiar. Desean, sin duda, que al siguiente amanecer, ella esté viva y vuelva al trabajo y vuelva a atender a los clientes que le piden que les arregle una falda o que les transforme en vestido una tela que acaban de comprar.

La mamá de Betsabé me cuenta que no tiene fuerzas para reactivar el negocio. Que no sabe si algún día lo haga. Y es que las ganas se le han ido. Se le secaron. Ahí sigue esa habitación con dos máquinas de coser y un montón de telas e hilos y mantas. Ahí está todo solo, sin Betsabé.

IX

Hace como cinco o seis años, Alberto llegó a su casa y comenzó a maltratar a Betsabé, a gritarle, a amenazarla. La familia, que vive cerca, ahí juntito, escuchó el alboroto y salió rápido a defenderla. Le dijeron a Alberto que no eran modos, que así no, que se fuera. Él, como respuesta a esa reprimenda, sacó una soga de la casa, la puso en un árbol, y se colgó. Los hermanos de Betsabé pronto fueron hacia el árbol donde Alberto se estaba quedando sin aire y deshicieron el nudo de la soga: le salvaron la vida.

No fue la única vez que sucedió algo así. En otra ocasión, por los mismos motivos, pasó lo mismo. Y nuevamente la familia de Betsabé evitó su muerte. Ya estaba suspendido en el aire y traía la soga muy dura alrededor del cuello. Como no pudieron deshacer el nudo, sacaron un cuchillo de la casa y cortaron la cuerda para que Alberto cayera en el suelo y pudiera respirar. “Lo salvamos, ya se había colgado”, me dice un hermano de Betsabé, como deseando quizá que ese intento de suicidio no hubiera quedado en intento.

Enfrente de mi, la mamá de Betsabé me mira con ojos de estar en otra parte. Su cuerpo está ahí, enfrente de nosotros, pero su mente se observa lejana. Quizá recuerda el último momento que vio a su hija viva. Quizá piensa que si hubiera hecho algo, que si hubiera dicho algo. Quizá reflexiona sobre las posibilidades que tuvo para impedir que un día su yerno matara a su hija. Esas posibilidades, seguramente, se le vuelven impotencia ponzoñosa y más coraje.

Los ojos de la mamá de Betsabé me dicen que el rostro de su hija está ahí metido en su cabeza, y que las palabras que digo yo o que dice su esposo o sus hijos, son como murmullos, como silencios.

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De repente, cuando alguien, quizá el papá, o los hermanos, dicen algo, la mamá abruptamente retorna a la conversación e interrumpe las voces que se están pronunciando: “Ella era muy reservada. Ella me decía ‘no mamá, no se meta’. Yo pienso que la amenazaba, porque me decía cuando yo le comentaba sobre eso y me respondía: ‘no le digan nada, déjenlo’, y yo le decía, ‘pero no hija, no estás sola, cómo te va a estar ofendiendo’; y ella no nos decía nada”.

Cuando a Betsabé se le notaba muy abrumada por lo que vivía con Alberto, o cuando en una charla cualquiera ella daba a entender que su marido la maltrataba, su mamá o su papá o sus hermanos se ponían tercos y le decían que lo dejara, que se fuera a vivir a otro lugar. Pero ella se negaba. Declinaba los ofrecimientos y no le daba mucha importancia al asunto. Quizá, como dice su mamá, estaba amenazada.

Feminicidio. Foto: Paloma López/Proyecto Diez

Feminicidio. Foto: Paloma López/Proyecto Diez

X

Un mes antes de ser asesinada, Betsabé nuevamente se hizo de valor y decidió lo que había decidido hacía más de seis años: que la relación con su esposo debía terminar, que no quería más malos tratos. Que no más humillación ni golpes ni nada. Enfrente de toda su familia, le dijo como reclamo por las vejaciones de que era objeto: “¿Qué te hizo falta? Si ropa, la tenías, si comida, la tenías. Siempre la casa estaba limpia. Yo atiendo a los niños, y yo trabajo para que haya dinero en la casa, y todavía así no te doy gusto. Pues yo la verdad no sé qué es lo que quieres”.

Una semana antes de que Betsabé fuera acuchillada por Alberto, éste habló muy seriamente con la familia de ella. Él quería volver, quería que nuevamente ambos vivieran juntos. Pero Betsabé no. Alberto, hombre terco, insistía constantemente. La familia intervino: trató de hacerle entender que ya no iba más, que la dejara porque era ella la que ya no quería estar con él, que esas cosas pasaban, y que no había nada por hacer, porque la decisión era definitiva.

Él argüía que ellos estaban casados, y que el matrimonio era de dos. Y la familia indicaba que sí, que el matrimonio era de dos, pero que si una persona no quería estar ya con otra, no había poder humano, ni legal ni divino, que lo impidiera.

Betsabé estaba decidida: una relación con un hombre que la había humillado cientos de veces durante 12 años no valía la pena. Nadie la haría cambiar de opinión. Se le veía enérgica. Y a pesar de todo, no le tenía miedo de Alberto. Por eso siempre le abría la puerta. Trataba de hacerle entender que la relación no iba más, que eso que ellos tenían no era algo sano, y que lo mejor para ambos, para los niños y para todos, era que se separaran.

Buscaba convencerlo y le repetía una y otra vez que ya había tenido muchas oportunidades. Dicen los familiares de Betsabé que ésta le dijo a Alberto: “Yo ya no quiero nada contigo. Ya se me quitó el amor. Tú me traes en puros cuentos: que dame chance tres meses, que dame chance dos meses, que dame chance un mes, y ahora otra vez me dices que te dé chance, porque ahora sí vas a cambiar, pero nunca has cambiado. Ya vamos a tener doce años juntos y de plano no cambias en nada”.

XI

Hay días que no deberían existir. Días que deberían estar proscritos en la vida de una persona, de una familia, del mundo entero.

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El sol comenzaba a perder fuerza y la oscuridad estaba ya haciéndose presente. La familia llegó de trabajar a su casa y vio que de la de Betsabé salía Alberto. Muy enfurruñado. Muy serio. Muy con la cara desencajada. Pasó sin saludarlos. Se montó en su bicicleta y se fue.

Betsabé salió después de él, y comenzó a platicar con la familia. Parecía que todo iba bien, que la separación marchaba a pesar de la insistencia de su esposo en que no se dejaran el uno del otro.

Platicaron los integrantes de la familia varios minutos y se despidieron. El tiempo suele consumirse rápido cuando al siguiente día hay que preparar las cosas de los niños para la escuela. Todo parecía tranquilo.

A eso de las once de la noche, él, Alberto, regresó: “quizás se fue a drogar para agarrarse de valor y hacer lo que hizo”, me dice el papá de Betsabé. Lo que pasó a continuación es algo que jamás se le va a borrar de la cabeza a todos los miembros de la familia.

El papá, como quien quiere contar algo lo más apegado a la realidad, a pesar del dolor y de la impotencia, dice: “mi hijo es quien oyó porque está pegada su casa con la de ella, y oyó que empezaron a llorar los niños. Y ella no gritó ni nada, porque seguro la amenazó que si gritaba iba a comenzar a matar a los niños, o algo. Todos los niños vieron todo”.

El chico más grande de Betsabé intentó salir de la casa para gritarle a su abuelo que su papá le estaba haciendo algo malo a su mamá, pero Alberto lo impidió. Antes de alcanzar la puerta, corrió para detenerlo y lo aventó a unos sillones que estaban en la casa. Le dijo “que si gritaba, o si intentaba gritar, lo iba a matar también a él”.

Cuando los demás niños vieron que su papá aventó a su hermano y que lo amenazó como lo hacía cotidianamente a su mamá, comenzaron a llorar. Fue en ese momento cuando el hermano de Betsabé se dio cuenta que algo no andaba bien, que algo feo estaba sucediendo a unos metros de donde estaba él.

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“Yo, cuando escuché los gritos, salí corriendo. Corriendo en trusas, porque los gritos los oí desesperados. Me levanté y junto a mí estaba mi esposa y le dije, ‘¿qué pasa?’, y salí, y en cuanto abrieron la puerta de enfrente salió corriendo un niño, y le pregunté, con voz fuerte, ‘¿qué pasó hijo?’, y en el transcurso que grité, yo creo que Alberto corrió a la puerta de atrás. Entonces, cuando entré, lo vi que él iba abriendo la puerta de atrás. Corrí, pero en ese momento vi las piernas de mi hermana tiradas en el suelo y me paré y ya no lo seguí. Entonces la levanté, y vi que traía la herida en el pecho y que traía mucha sangre. Y lo que hice fue que ya no lo seguí. Entraron entonces mi papá y mi mamá y ya les dije lo que había pasado, que le hablaran a alguien. Yo no sabía qué hacer”.

Todo fue muy rápido. Y cuando las cosas son rápidas, uno no se da cuenta de lo que sucede a su alrededor. Lo cierto es que cuando la familia entraba, Alberto estaba cerca de ahí y huía por la puerta trasera de la casa.

Ver a Betsabé tirada y llena de sangre puso a la familia en un estado de no saber a ciencia cierta qué hacer. Pronto hablaron por el teléfono pidiendo ayuda. Todo en ese momento se les puso nublado. La intención era que no se les muriera Betsabé, que no se le fuera la respiración.

Los niños estaban despiertos. Habían visto todo: cuando llegó su papá, cuando le levantó la voz a su mamá, cuando la comenzó a golpear, cuando la amarró, cuando le metió el cuchillo en el pecho y cuando le cortó las venas de la muñeca, cuando les dijo que se callaran y que no gritaran. Todo lo vieron y escucharon. Y lloraban.

El papá de Betsabé entró a la cocina, donde estaba el cuerpo de su hija, “todo lleno de sangre. La levanté, y la vi, y todavía respiraba. Le puse la mano en la herida, pero pues por donde quiera aventaba sangre, como si le hubiera destrozado el corazón”.

La familia está convencida que Alberto investigó algo sobre cómo matar más rápido a una personas, y es que le puso “un alambre amarrado en la cintura, un cable. Que es para que rápido se muriera”.

Alberto asesinó a Betsabé con dos cuchillos: uno lo traía en su mochila y otro lo tomó de la propia cocina. Es decir, ya tenía un plan, ya sabía lo que iba a hacer. Llegó con la intención de asesinarla, y cumplió su cometido. No saben en la familia si alguien lo ayudó. Si alguien estaba afuera esperándolo. No saben nada. Y los recuerdos que tienen, más de él o de su huida, son los gritos de los niños, los llantos, y el cuerpo de Betsabé tirada en la cocina de la casa, llena de sangre.

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El papá de Betsabé no me dirige la mirada. Cuando me cuenta todo lo que Alberto le hizo a su hija, sus ojos están como recapitulando todo, haciendo un esfuerzo por decirme cada detalle, cada dolor que trae, cada cosa que le hace llorar. Se para en un silencio. Los demás miembros de la familia lo siguen. Están pensando. Recuerdan. Están viviendo nuevamente lo que vivieron hace apenas unos días. Están experimentando ese dolor que no se ha ido, y que no saben si algún día se irá.

El papá, de repente, rompe el silencio, y me dice, mirándome a los ojos: “Es de las muertes más fuertes que puedan haber, pues ver a un hijo vivo una o dos horas antes, y ya después verlo muerto; o abrazarlo y que se esté yendo”.

XII

Betsabé está tirada en la cocina, llena de esa su sangre que no deja de salirle del cuerpo. Respira, sí, pero pronto no lo hará. Lo sabe su papá. Lo saben sus hermanos. Lo sabe su mamá. Los niños quizá lo intuyen. ¿Quién está preparado en este mundo para auxiliar a una hija o a una hermana o a una madre que se desangra porque le han metido una y otra vez un cuchillo en el cuerpo?

La familia habló rápido a los servicios médicos y a la policía. Que vengan rápido, que hay una mujer muy grave que está a punto de morir y que si llegan rápido quizá se salve y quizá sobreviva. Que el asesino de esa mujer está cerquita, que la acaba de matar y que se escapó quizá corriendo, o en bicicleta, y que podría ser fácil, en estos momentos, capturarlo.

Desesperación. Impotencia. Betsabé se está muriendo. Betsabé ya se murió. Betsabé está ahí tirada sin vida y no llega ni la policía ni los médicos ni nadie.

Después de una hora, una patrulla municipal se acerca. Comienzan las investigaciones. “Y qué sucedió”, preguntan. “Y saben para dónde se fue el asesino,” cuestionan. La policía hace su trabajo, pero mal. O no muy bien. Son lentos. Desesperan. Alerta por la radio que un presunto homicida anda suelto en la zona.

Una hora después de la llegada de los policías arriban los enviados de una televisora local. El reportero pregunta qué pasó, cómo fue, a qué horas. Le ordena al camarógrafo que lo acompaña que haga una toma por allá, donde se ve a la familia toda desesperada y toda llena de lágrimas. Están haciendo la nota del asesinato de una mujer. Están haciendo “periodismo”.

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Una ambulancia hace su aparición. Demasiado tarde. Llegan los judiciales y comienzan a preguntar qué pasó y por qué pasó y quiénes fueron los testigos. Hacen preguntas simples y rápidas. Dicen que de rutina. Se forman una idea de lo que sucedió. No son muy comunicativos.

“Cuando ya estaba amaneciendo poquito antes de las siete de la mañana”, me cuenta el papá de Betsabé, llega una unidad del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses. Ellos son los encargados de analizar qué sucedió, digamos, desde un punto de vista científico. Se encargan de analizar todo, las pistas, lo que dejó el asesino, las huellas dactilares. Fue rápida su visita. Unos cuantos minutos. Llegaron, levantaron el cuerpo sin vida de Betsabé, lo metieron en una camioneta y se fueron.

XIII

Lo que continúa al asesinato de un familiar es algo complicado de explicar. Está el dolor que carcome, que hace que las lágrimas salgan abundantemente. El estado de shock. El no saber a ciencia cierta si lo que está sucediendo es real o es una pesadilla. Surgen unas ganas tremendas de pensar, y especialmente de creer, que lo que ha pasado no es real, que es una jugada macabra de la mente, y que uno se irá a dormir y despertará y lo que pasó será solamente un sueño y nada más. Que la sangre no es sangre, y que la muerte no ha llegado. “Nunca ha pasado uno por esto”, me dice el papá de Betsabé.

La mente actúa de formas muy diversas, dependiendo de la persona. Hay quienes tratan de negar el asesinato por todas las vías: esto no ha pasado, esto no me está pasando. Esto que viví en realidad no lo viví: no es cierto. Hay quienes se vuelven serios y no hablan. Y la mente como que se les detiene en un solo pensamiento, y guardan imágenes, las más crueles, las más tristes, y les dan vueltas y vueltas y no salen de ahí, de esas imágenes y esas tristezas. Hay quienes se cuestionan el por qué, y tratan de pensar si el pasado se pudo haber cambiado. Les surgen las preguntas: si hubiera hecho esto, si hubiera sucedido esto, ¿sería lo que hoy es?

El asesinato de un familiar es un trauma, es un duro golpe a lo psicológico, a lo emocional, y también a lo físico, al estar bien de salud. Debería haber, para personas que viven lo que vivió la familia de Betsabé, ayuda inmediata. Gente pagada por el Estado que esté encargada de mirar el dolor de esa gente y apoyarla. Pero eso no sucede en México. A las víctimas “indirectas” de un asesinato, en este caso, feminicidio, se les trata con desprecio, con insensibilidad, como si no fueran víctimas.

El día que comenzó con el asesinato de Betsabé (murió en la madrugada) no fue de ayuda psicológica, sino de “papeleo” y de estar yendo de aquí para allá. Les dijeron los judiciales que fueron a su casa cuando murió Betsabé que tenían que acudir muy tempranito a la Procuraduría, para que vieran lo de los trámites, lo de la entrega del cuerpo, y para que los agentes del ministerio público les dijeran cómo iba eso de la “investigación”.

Llegó el papá de Betsabé y dos hermanos de ella a la Procuraduría a la hora que los citaron: a las ocho de la mañana. Cuando arribaron, ellos pensaron que ya iba a estar todo, que los “papeles” para continuar el “trámite” les serían entregados de forma inmediata. Pero nada más entrar en una oficina una persona les dijo que había que esperar: “nos citaron a las ocho. Estuvimos ahí como una hora, para que nos pudieran ellos atender, y ya que nos atendieron pues fue nada más para que nos dijeran ‘vénganse a las dos y media o tres, porque va a tardar esto mucho, pues tengo varios papeleos que hacer’”.

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Los familiares llegaron con ganas de decir todo lo que sabían del asesino, de dónde vivía, de a dónde solía ir, de por qué pensaban que no se había ido lejos, pero los encargados de investigar les comunicaron que con lo que sabían ya era suficiente, y que ya no había que declarar más, que eso se haría hasta que el presunto homicida estuviera ya atrapado.

A las dos de la tarde la familia llegó de nueva cuenta a las oficinas de la Procuraduría. Una persona ahí les dijo: “Mire, no hemos terminado los trámites, dense una vuelta más tarde”. Hasta las siete de la noche pudieron salir los familiares con los papeles necesarios para recoger el cuerpo.

Cuando te matan a un familiar, a un amigo, te enteras que la justicia en México no funciona. Que no actúa como debería actuar. Que se pierde tiempo importante que puede ser usado para que el culpable de un feminicidio sea detenido. La familia de Betsabé anduvo ahí, con su dolor e impotencia, en trámites burocráticos. Y es que, cuando matan a un familiar de una persona que no es “rica” ni “reputada” ni influyente, es decir, a una persona que habita en la carencia, la justicia ni se entera. La justicia no está “aceitada”. La justicia no es justicia.

Feminicidio. Foto: Paloma López/Proyecto Diez

Feminicidio. Foto: Paloma López/Proyecto Diez

XIV

Un día, a principios del año 2015, unos asesores de ventas de productos funerarios contactaron a Betsabé. Le ofrecieron un paquete a bajo costo pero muy integral: si le pasaba algo (que Dios no lo quiera) tendría un entierro digno con todos los gastos pagados. La empresa harían todos los trámites y su familia no tendría que desembolsar ni un solo peso. Le dijeron que eso era prever, y que de contratar el servicio se haría una mujer responsable. Le prometieron que si se moría antes de pagar el servicio (que Dios no lo quiera), la empresa cubriría todos los gastos (una especie de seguro). Betsabé se dejó convencer y contrató el paquete que le ofrecían.

La empresa se llama “Programa de Apoyo de Beneficio Social”, y en su página de internet (algo que repiten sus promotores que ofrecen y venden sus paquetes) dicen que hacen el bien, pues se encargan de “ayudar a las familias mexicanas, por medio de campañas y programas sociales que han superado a todos los que se han implementado en México”.

Cuando Alberto asesinó a Betsabé, ésta apenas había pagado unos cuantos meses de su seguro funerario. A ella le dijeron que si fallecía y estaba al corriente de sus pagos, su familia no tendría que pagar dinero alguno en los gastos fúnebres. Mintieron. La familia habló con ellos y les contó lo que Betsabé les había dicho, pero los del “Programa de Apoyo de Beneficio Social” les dijeron que eso no era cierto, que en el inciso tal y en el párrafo tal del contrato, no se estipulaba ello, y que lo único que podían hacer (en un acto de gran magnanimidad) era que, el dinero que Betsabé había pagado, se descontaría de la contratación de un nuevo paquete funerario. La familia terminó pagando más de 15 mil pesos. Además de ello, los trámites que supuestamente debían hacer los del “Programa de Apoyo de Beneficio Social” no los realizaron.

Estas empresas suelen aprovecharse de la pobreza que aqueja a miles de mexicanos. Así como muchos políticos usan las penurias de la gente para ganar votos, estas compañías de supuesta “ayuda social” hacen negocio con las carencias de los ciudadanos en momentos tan críticos como la muerte. Dicen “ayudar” pero en realidad se enriquecen con las aflicciones y la miseria de millones.

XV

A la familia de Betsabé le interesa que Alberto sea capturado y que sea juzgado, y que pague lo que hizo. Claro, saben que a su hija nadie la traerá de vuelta con los vivos, no volverán a verla, pero ellos quieren que se haga justicia, que a Alberto lo encierren y pase su vida en la cárcel por haberles quitado a su hija, a su hermana.

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Sin embargo, el sistema de justicia en México, lo han comprobado, es lento, y no se mueve. No hace gran cosa por impartir justicia. No está “engrasado”. Es un animal gigante que no camina y parece inmovilizado, impotente e ineficiente.

Un hermano de Betsabé describe en pocas palabra la relación con los investigadores que llevan el caso y que se supone deben estar informándolos de los avances: “ellos no se han puesto en contacto con nosotros, somos nosotros quienes nos ponemos en contacto con ellos”. Si quieren saber del caso, hablan. Si quieren saber que están haciendo los policías investigadores, tienen que marcarles. Si quieren conocer detalles, tienen que comunicarse. Nunca ellos les regresan sus llamadas. Nunca les informan. Nunca les dicen cómo van las pesquisas, o si hay o no avances.

Pero aunque hablen, las respuestas suelen ser siempre las mismas. Que están haciendo la investigación. Que están poniendo atención a detalles. Que ahí la llevan, y “que no ha caído, que no ha caído, que no ha caído”.

Enfrente de la mesa, la conversación que tengo con la familia se llena de pocas esperanzas. “Unos días sí estuvieron aquí patrullando, pero ya ahora: nada”. Uno de los hermanos de Betsabé dice unas palabras que están bañadas de sinceridad: “yo la verdad es que no confío ya. En este tiempo hemos estado solos, ¿cuándo han visto una patrulla haciendo como que vigila, como que investiga?”.

Un día después del asesinato de Betsabé, elementos de la Fiscalía encontraron el arma homicida. El cuchillo con el cual Alberto le quitó la vida a su esposa. Lo encontraron a espaldas de la casa. Cuenta un hermano: “hasta ese entonces sí se veía a los judiciales que anduvieran aquí, pero no se han metido a fondo”. El papá me dice bien claro: “Si quisieran agarrarlo, ya lo hubieran hecho”.

Los judiciales y el ministerio público comentan con los familiares de Betsabé que tomen las cosas con calma, que no se desesperen, que se tiene que “seguir un proceso”, y que ese “proceso” tarda, pero que no pierdan las esperanzas, porque ellos están trabajando arduamente. Ya ha pasado más de cuatro semanas del feminicidio y nada ha habido. Nada más allá de encontrar el arma con la cual fue asesinada Betsabé.

La indignación recorre la habitación en donde estoy platicando con la familia. Y es que están hartos de un “proceso” que evidentemente no funciona. Y además, los pasos de ese “proceso” solamente los conocen los judiciales y los ministerios públicos y los que están ahí sentados en las oficinas estatales. Ellos, los familiares, solamente se imaginan qué significa eso del “proceso”. Nadie les dice nada.

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XVI

La familia de Alberto, dicen en el pueblo, es la encargada de la distribución de sustancias prohibidas: mariguana, cocaína, pastillas psicotrópicas, etcétera. Eso dicen, no hay nada cierto. La gente habla. Hay rumores de la relación de la familia de Alberto con las autoridades locales: se menciona que la policía del municipio de Tlajomulco llegan ahí con la familia de Alberto, como si fueran a recibir su cuota. Eso se rumorea en la comunidad. Y desde hace muchos años.

Uno de los judiciales que lleva el caso de Betsabé, les dijo a la familia que no confiaran en la policía de Tlajomulco porque es corrupta y no ayudará a que se esclarezca el paradero de Alberto. Y la familia ya no sabe en quién confiar y en quién no. Unos dicen una cosa. Otros otra. ¿Qué hacer?

El día del velorio, varios parientes de Alberto se acercaron a la iglesia. El papá de Betsabé me mira y habla: “nada más para ver si era cierto. Llegaron, se asomaron y se fueron”. No han sabido nada de ellos. No quieren hablar con ellos ni les han hablado ni nada.

Los amigos de Betsabé están muy enojados, y quieren que Alberto vaya a la cárcel. Por eso juntaron unos pesos y mandaron a hacer unas lonas, donde se pedía información a la sociedad sobre el paradero de Alberto: “se busca por asesinato”, le pusieron a la foto del marido de Betsabé. Pronto las lonas desaparecieron: “todas las quitaron. No duraron ni 24 horas, ese mismo día las retiraron”. La gente en el pueblo se dio cuenta que habían colgado las lonas, y que Alberto había matado a Betsabé. Pero como que nadie habla. O nadie quiere hablar.

La voz del papá de Betsabé es como la de alguien que poco a poco va perdiendo la esperanza de obtener castigo para el asesino de su hija. Me cuenta: “la gente nos dice que [Alberto] aquí anda, y que si no anda aquí, se fue para Monterrey o para Los Ángeles, donde tiene familia”, es decir, que puede ser que esté aún en el pueblo, y si no lo está, seguramente se encuentra en ciudades donde sería relativamente fácil buscarlo con el apoyo de cuerpos de seguridad de Estados Unidos. Pero ni los policías ni los ministerios públicos ni los judiciales de México ni nadie hace nada contundente para capturarlo.

La vida cotidiana le cambió a la familia de Betsabé. No han recibido amenazas, pero saben que entre la policía de Tlajomulco y la familia de Alberto hay algo. Un acuerdo. Acompañando al dolor y a la impotencia, a la familia les llegó el miedo. No quieren que un día alguien les haga más daño: “hemos estado cuidándonos, andamos juntos, nos vamos juntos, y cuando llegamos a la casa nos encerramos. Estamos alterados. Y es que Alberto amenazó a los niños. Los hemos estado cuidando. Hemos estado con parientes. Es pesado. Muy pesado que ha sido esto”.

Alberto Servín Álvarez, el asesino de Betsabé, prófugo de la justicia. Foto compartida en la red social Facebook

Alberto Servín Álvarez, el asesino de Betsabé, prófugo de la justicia. Foto compartida en la red social Facebook

XVII

Al fondo de la casa de la familia de Betsabé hay un patio grande con dos árboles en medio. O quizá tres. No hay pasto, solamente tierra. Siete niños juegan y levantan polvo cuando corren. David va detrás de una pelota. Trata de patearla. No grita: es silencioso.

David es uno de los hijos de Betsabé y de Alberto. No es el más grande. Tampoco el más chico. Tiene seis años de edad. Extraña a su mamá: ya no está ahí junto a él, diciéndole qué debe hacer, cómo se debe comportar. Él entiende que algo malo le pasó. Algo malo la dejó sin vida. Y sabe que eso malo provino de su papá.

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Los cinco niños de Betsabé de un día para otro se quedaron en una orfandad complicada de explicar: con una mamá apuñalada y con un papá asesino y prófugo. La familia de Betsabé los quiere cuidar. Educar. Que no falten a la escuela y que no carezcan nunca de amor ni de afecto. Desean con todas las fuerzas posibles hacer lo que su mamá hacía: criar a los niños, que no tienen la culpa, que son sensibles, que son frágiles. Pero nunca faltan las complicaciones.

Las autoridades suelen entender muy poco de amor y de afecto. Y las diferentes instancias les han dicho a los familiares de Betsabé cosas bien distintas y bien contradictorias. Un policía les comentó que se quedaran con los niños, que no habría problema. Un judicial, en cambio, les aseguró que si los llevaban al DIF, se los iban a quitar. Que no los pusieran con el psicólogo porque se llevarían a los niños a lugares “institucionales” y ya de ahí no saldrían.

La familia de Betsabé tiene miedo de perderlos, de que se los quiten. No sabe qué hacer. No sabe a quién creerle. No sabe si llevar a los niños al psicólogo al DIF. Les aterra que los envíen con la familia de Alberto. El no saber qué hacer y el recibir información confusa ha hecho que la familia ande todo el día pensando en qué podrá pasar, todo el día con la presión de que en cualquier momento pueden llegar “los del gobierno” y llevarse a los niños y separarlos y ponerlos en un lugar a donde ellos no puedan ir a visitarlos.

Cuando se acercaron al DIF de Tlajomulco los atendieron y les dijeron que tendrían asistencia psicológica, tanto los niños como la familia entera. Y que sería de calidad. Una trabajadora social les comentó que “tenían mucho trabajo” y que las citas para asistencia psicológica tardaban como dos meses, o más. Pero por ser ellos quienes eran, es decir, por ser un caso “complicado” y “muy fuerte”, habían hecho un gran esfuerzo y les dieron una cita “dentro de unos veinte días”.

También, en el DIF, les dieron una carta para que fueran a la Procuraduría Social, si es que querían hacer el trámite de la custodia. En ésta les dijeron que sí, que podrían hacer dicho trámite, pero que había que probar que poseían “solvencia económica” para cuidar a los niños. Les advirtieron que fueran desembolsando ocho mil pesos por niño para eso del “tutor legítimo”. El papá de Betsabé se queja: “hasta le dije a la licenciada, de dónde, si por eso venimos a pedir ayuda, porque no tenemos. En vez de darles a ustedes, mejor le doy de comer a mis nietos con ese dinero”.

Además, les exigieron varios documentos, todos certificados. Entre estos se debía incluir el acta de nacimiento del padre de los niños, es decir, de Alberto, quien está prófugo. En una hoja que les proporcionaron en la Procuraduría Social, se pide en la parte final que los documentos deben ser “resientes[sic]”, y llevar cuatro copias de cada uno.

Una persona en la Procuraduría Social le dijo a la mamá de Betsabé que ella no veía probable que pudiera quedarse con los niños de su hija, pues era pobre. Y le aseguró la funcionaria que si deseaba realmente mantener a los niños con ella, tendría que laborar mucho y ganar un dineral para lograrlo: “usted señora tiene que ponerse a trabajar si quiere la custodia”.

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XVIII

En este país, si no tienes dinero ni amigos influyentes ni gente cercana a quienes gobiernan, todo se te complica. Si no tienes los recursos para “engrasar” la maquinaria de justicia, ésta simplemente no trabaja. Se queda parada, esperando a comer bocados de billetes de quinientos pesos. ¿Qué hacen quienes habitan en la pobreza (que son más de la mitad de todos los habitantes de México) para poder obtener un trato digno y justo?

Los integrantes de la familia de Betsabé son víctimas indirectas de la violencia, y como tales la Ley de Víctimas que se aprobó en 2013 los debería proteger. Esta legislación debe proporcionar justicia, trato justo y derecho a la verdad. Y también debe garantizar que todos los trámites sean gratuitos, derecho a la asistencia y “debida diligencia”. Y obliga a toda autoridad en los Estados Unidos Mexicanos a que trate con decoro a las víctimas y establece “reparación integral” del daño. Y enumera las medidas inmediatas de ayuda a las víctimas, como la asistencia médica y psicológica, y apoyo para el transporte para cuando sea necesario, además de asesoría jurídica gratuita y de calidad.

Nada de esto se cumple en la realidad. Las familias, especialmente las familias que viven en la pobreza, son tratadas con discriminación por las autoridades. Se les obliga a hacer un montón de trámites y a perder el tiempo con idas aquí y allá. Se les proporciona información confusa y se les inocula un miedo que los deja inmóviles. La ineptitud y la ineficacia de las autoridades es lo cotidiano. Y de esto nadie se salva, ni las instancias municipales ni las estatales y mucho menos las federales.

Estoy tomando un café en el café a donde suelo ir. Hay un “comercial” en la televisión que me cuenta que toda la Zona Metropolitana de Guadalajara está cambiando. Después viene uno que me indica que Jalisco es distinto y hay bienestar. Y uno más me menciona que el país marcha rumbo al desarrollo y que todos ya estamos bien, disfrutando de la bondad y del buen futuro. Betsabé se murió hace casi un mes. Su mamá y su papá y sus hermanos tienen miedo. Saben que el asesino sigue libre, y que les puede hacer daño. Desde hace varios días su boca tiene un sabor a derrota, y a inestabilidad. No saben si un día agentes del estado vendrán y se llevarán a los niños de Betsabé. Maldito temor. Maldito desasosiego. Y nadie desde ninguna instancia va y les dice que no sufran. Que todo estará bien. Que son víctimas y que se les protegerá. Nadie.

Y mientras eso pasa, mientras la familia de Betsabé sigue sufriendo y teniendo miedo todos los días y a todas horas, los anuncios que me cuentan que todo va bien en esta ciudad y en este estado y en este país se siguen transmitiendo, como si habitáramos todos en un cuento de hadas.

Jorge Gómez Naredo
Escrito por

Profesor en universidad pública. Fundador, junto con Jaime Avilés y César Huerta, de la Revista Polemón.

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