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Cultura

El gremio de canapé

Por: Humberto Musacchio (@larepublicadela)*

Para Maricarmen Mahojo.

10 de junio 2015.- Mucha agua debió pasar bajo los puentes para que se adjudicara el digno título de “sexoservidoras” a las que antes, marcadas por el desprecio, recibieron nombres infamantes, aunque por fortuna no faltaron los apelativos tiernos, como el de “alegradoras” que usaba Netzahualcóyotl.

Para Guillermo Prieto, “las muchachas del ganado bravo (eran) las que ahora, con el progreso intelectual y científico, se han llamado hetairas y horizontales”. Federico Gamboa, pese a que en sus memorias confiesa su afición por ellas, les dice “pecadoras”, “descarriadas” y “excomulgadas” y al igual que nuestros cineastas de los años cuarenta llama “perdidas” a las que luego serían “ficheras”, “arrabaleras”, “tacón dorado” o “del talón”, aunque también se las llama “taloneras”, pues entre otras cosas talonear es, en México y Ecuador, practicar la prostitución, porque malamente se supone que realizan grandes caminatas, lo que no es cierto, pues el oficio requiere más bien de una buena esquina.

Un escritor contemporáneo de Federico Gamboa, el abogado Querido Moheno, las tildó de “jornaleras del vicio”, lo que remite al derecho laboral. Ramón López Velarde, de quien se dice que fue a la tumba por aliviar con ellas sus ardores, las llama “parvada maltrecha de alondras”, “azafatas súbditas de la carne”, “mozas del partido”, “satiresas” y, con cierto rencor, “náyades arteras”.

En el Pequeño Larousse Ilustrado de antes –el de ahora es pésimo–, don Ramón García-Pelayo y Gros las llamaba púdicamente “mujeres de la mala vida” y agregaba, entre otros, sinónimos tan sonoros como “meretriz” y “zorra”.

Son abundantes las entradas que ofrece el mamotreto de la Real Academia sobre las llamadas “cuatro letras”, a las que nombra “rameras” (del latín ramix, palabra que hace referencia al instrumento de la virilidad). También se refiere a estas mujeres como “busconas”, lo que evidentemente es un contrasentido, pues las buscadas son ellas.

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El mismo diccionario nos regala la palabra piltraca a la que púdicamente define como “mujer despreciable”. Piltra deriva del arcaísmo francés peautre y es una forma coloquial de cama, término que entre paréntesis los serviciales académicos describen como “armazón para que las personas se acuesten”, aunque no aclaran si ha de ser solas o acompañadas.

Foto: Alejandro Mejía Greene/Flickr

Foto: Alejandro Mejía Greene/Flickr

Es común que a las profesionales del comercio carnal les digan “cortesanas”, si bien pocas de ellas se codearon con reyes, como la Pompadour, que en el nombre llevaba el atractivo. Cursi es nombrarlas “esclavas del deseo”, es despectivo lo de “mujerzuelas”, pero resulta incitante considerarlas “mujeres de la vida alegre”; es elogio de la molicie llamarlas “de la vida fácil” y seguramente fue un poeta quien las llamó “musas de la noche”, aunque también ejercen en el día.

Por su semejanza con institutriz, promete enseñanzas el término “meretriz”, pero es impropio tildarlas de “pupilas” cuando que son ellas quienes prodigan sus conocimientos; hay cierta dignidad laboral en llamarlas “del oficio” y aquello de calificarlas como “profesionales del placer” es casi promoción de un sindicato del hedonismo. Implica diferencia gremial decir de unas “burdeleras” y referirse a otras como “de la calle”, pues unas ofrecen sus servicios bajo techo y otras a la intemperie.

Para enriquecer una obra tan importante como Picardía mexicana, un linotipista le hizo llegar a su autor, don Armando Jiménez, una lista de apelativos de las mal llamadas damas de la noche, pues también trabajan en el día. Recordaba aquel culto obrero algunos nombres que aportaba don Artemio de Valle-Arizpe en su libro El Canillitas, entre otros, coima, cantonera, pelleta, coja, pelota, maraña, pecatriz, perendeca, malmaridada, buscona, daifa, gordeña, cusca, coscolina, churriana, rabiza, maturranga, ganfarra, marquida, cotarrera, galocha, piculina, cellenca, pendanca, gorrona, maleta, mundaria, pelanduzca, hurgamandera, tusona, changa, moleta, bamberra, piscapocha, pípila, cócona, pispolota, birlocha, caricaténfora, piruja y chintlatlahua.

De su propio caletre, el sabio tipógrafo agregaba jubilosa, retozona, ruletera, güisa, mirrué, lumia, tana y los nahuatlismos ahuani y ahuanipul.

Foto: Alejandro Mejía Greene/Flickr

Foto: Alejandro Mejía Greene/Flickr

El Diccionario de mexicanismos de Francisco J. Santamaría dice que chintlatlahua se compone etimológicamente de los aztequismos tzin, ano, y tlatlauhqui, colorado. El nombre se aplica a una araña venenosa y por supuesto a la ramera. Curiosamente, el sabio tabasqueño no informa de ahuani y ahuanipul, como tampoco da noticia de ahuianime; sí de huila, la que se arrastra, pero no de huilota, que debe ejercer en forma mayúscula, ni sarapahuila, que sería aquella envuelta con su pareja en un sarape, pues como bien se sabe, cualquier sarape es jorongo si se le abre bocamanga.

El Diccionario español-náhuatl de Paul P. de Wolf incluye aahuiyani para las oficiantes del placer y señala que prostituirse, en la lengua de los antiguos mexicanos y de muchos contemporáneos, es mo-tlaneeuhtiaa.

Camilo José Cela, en Izas, rabizas y colipoterras, un libro pretencioso como todo lo suyo, nos endilga una larga nómina que empieza desde el título de su obreja, pues rabiza, dice la Madre Academia, es “ramera muy despreciable”, de donde es dable suponer que iza es aféresis de la palabra anterior, en tanto que colipoterra es germanía compuesta evidentemente de cola; pote, que es vasija de forma cilíndrica, y terra que no requiere aclaración.

Si recordamos que en México la expresión “andar de nalgas” vale por estar enamorado o pronto a ofrecer el cuerpo, colipoterra adquiere cabal sentido.

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Otros nombres que incluye Cela son fornicadoras, lumias, capulinas (quizá porque también se refiere a una venenosa araña), trongas, sotas, peliforras, encanalladas, vulpejas, tusonas, maturrangas, gayas, repajoleras, hurgamanderas, putaraçanas (así, con cedilla), cantoneras, cellencas, cotorreras, grofas, pendangas, chais, chamiceras, churrianas, putarazanas, carcaveras y desmirladas. Otras denominaciones tienen variantes, como manflas y manflotas (en México llámase manflora a la que cohabita con la de su sexo); zorra, zorrupia y zorrezna; lagarta y lagartona.

Foto: Alejandro Mejía Greene/Flickr

Foto: Alejandro Mejía Greene/Flickr

Abundan también los términos compuestos, como el sugerente “mullidoras del deleite”, el mercantil “damas de alquiler”, el laboral “jornaleras de cópulas”, el muy estético “mujeres de arte” y el extraño “burracas nocturnas” donde el sustantivo puede ser corrupción de burraja, que significa estiércol seco. Don Camilo incluye términos literarios como bagaza, que atribuye a Berceo; descocidas, al que da por origen el Lazarillo de Tormes; y cotorreras, que toma de Quevedo.

Manuel Bretón de los Herreros, dramaturgo al fin, les puso mesalinas y circes. En el antiguo Israel tenían como nombres propios Nakria, Kedescha y Zoná (benzoná, en hebreo, es lo que Cervantes llamaba “hideputa”). Los griegos les decían hetairas si eran “amigas para la voluptuosidad del alma” y palakas si servían “para la satisfacción de los sentidos”. En algunas lenguas eslavas prostituta se dice curva, que debe ser ascendente si nos atenemos al perfil de la demanda.

Nos remonta a la antigüedad semítica considerarlas sacerdotisas de Astarté, divinidad del amor a quien los asirios representaban desnuda, con media luna sobre la cabeza y oprimiéndose los pechos. Otro nombre es Afrodita, deidad griega a la que se identifica con Astarté y que según Hesíodo surgió del mar, donde se formó del miembro cercenado de Urano, lo que resulta harto truculento y más complicado si se piensa que la consideraban de cascos ligeros y madre de Eros, cuya paternidad se atribuye indistintamente a Hefesto o a un tal Ares, lo que en nuestros tiempos hubiera requerido de un examen de ADN.

Implica yerro escénico el vocablo “furcias”, pero hay un hermoso vuelo en “mariposillas”; tiene cierta poesía hablar de ellas como “Margaritas” y nos transporta a la Pasión considerarlas “Magdalenas”.

Palabras como “miraplafones”, “calientacamas” y “combacolchones” sugieren cierta indiferencia profesional; “fulana” evidencia ignorancia de la nomenclatura, pero “tía”, común en España, tiene el calor que disfrutábamos en la infancia cuando, sobrinos amorosos, nos acurrucábamos en tan cercano parentesco femenino.

Calloncas, bagasas, pellejas, maturrangas, pendonas y cantoneras son términos que emplean los hablantes de español de otras latitudes.

Foto: Universo Produção/Flickr

Foto: Universo Produção/Flickr

Alfonso Reyes narra que el término “suripanta” tuvo su origen en que “los autores líricos, mientras componían la letra definitiva, solían acomodar a la música unos disparates rítmicos que, en la jerga teatral se llamaban monstruos”, como ocurrió en el Teatro de Variedades de Madrid, en 1866, cuando los Bufos Madrileños que dirigía Francisco Arderíus estrenaron “una zarzuela de Eusebio Blanco, con música del maestro Rogel, El joven Telémaco”, en la que un coro de ninfas dizque cantaba en griego:

Suripanta-la-suripanta,
Maca-trunqui-de somatén.

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Y de aquí, termina el bueno de don Alfonso, a las segundas tiples o comparsas se dio en llamarlas “suripantas”, aunque luego los académicos de la lengua, además de dar cabida al sinónimo “bataclana”, agregaron una definición mocha y falsamente púdica: “mujer ruin, moralmente despreciable”.

Hombres necios que juzgáis… diría la jerónima genial.

El mismo Alfonso Reyes, que de todo sabía, escribió sobre las “criaturas de amor” e incluso hizo una relación de los nombres que han recibido en Francia y destaca el de la Lorette, que se empleó casi todo el siglo XIX.

Acerca de la Lorette, Reyes dice que el primero que estampó ese nombre en papel fue Néstor Roqueplan, redactor del Figaro de París, quien en la iglesia de Loreto advirtió “la presencia de muchas Magdalenas que solían frecuentar también lugares profanos”. Nuestro polígrafo cita unos versos festivos de la Revue des Deux Mondes de 1865:

Friné, enriquecida por más de veinte amantes,
Y el cuello recamado de oro y de diamantes,
Se ofende con el lujo que lucen las Lorettes
Y exige que la ley restrinja sus toilettes.

Precisamente Friné, modelo y amante de Praxiteles que vivió en el siglo IV a.n.e., dio su nombre a la “mujer que hace ganancia de su cuerpo”, según establece el lexicón académico. Friné, como Laïs y como Aspasia, la amiga íntima de Pericles, eran hetairas, esto es, acompañadoras de refinada educación.

Foto: Miguel Hortolano/Flickr

Foto: Miguel Hortolano/Flickr

Se atribuye a Solón la fundación del primer lupanar, lo que le valió el elogio del dramaturgo Filemón, uno de sus contemporáneos, quien hace decir a sus personajes: “Solón: tú has sido nuestro bienhechor con esa invención tan útil para la salud pública”.

En Roma, el lupanarium surgió después de la conquista de Asia. En esas casas trabajaban de meretrices esclavas que contra lo que podría suponerse no vestían de rojo, sino obligatoriamente de amarillo. Disponían de una habitación para ejercer su ministerio hasta que, habiendo dejado atrás su juventud, eran vendidas por su dueño, el leno o lenón. Aquellas moradas se anunciaban sin recato y en Pompeya pueden verse todavía mosaicos y pinturas de un erotismo subido que anuncian las casas de placer e invitan a pasar.

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El cristianismo intentó acabar con el mercantilismo venéreo. Dos concilios, el de Elvira y el de Aix, perdonaron a las mujeres licenciosas, pero fracasaron en su afán de extirpar la prostitución. San Agustín advirtió en De ordine: “Suprimid a las cortesanas y la sociedad sufrirá profundo desquiciamiento”. Tan sabia advertencia era hija de los saberes del santo, adquiridos en los trabajos de campo de su agitada juventud: “Los lupanares –exponía en tono doctoral– son semejantes a las cloacas que, construidas en los más espléndidos palacios, separan los miasmas infectos y purifican el aire”.

En la Baja Edad Media, dice Mónica García Massagué en su Historia de los burdeles (Ed. Océano, Barcelona, 2009), hubo casas de prostitución administradas por ayuntamientos y universidades e incluso se llegó a llamarlas abadías, pues las mujeres vivían enclaustradas y en muchos de ellos trabajaban monjas. Hay casos documentados de que eran clérigos los que administraban la venta de placer. En Nueva España, en el siglo XVII, el obispo Juan de Palafox y Mendoza combatió a los sacerdotes que fungían como lenones y cerró las casas donde se ejercía la prostitución, lo que, entre otras causas, le ganó la animadversión del claro regular.

Lupanarium en Roma. Foto: Internet

Lupanarium en Roma. Foto: Internet

En Génova, los magistrados nombraban “reina” a una lenona que tenía bajo su jurisdicción a todas las prostitutas y debía hacer cumplir los reglamentos. En México, quizá por el culto que se practica el 10 de mayo, las regentas son llamadas “madrotas”, término que implica autoridad, pero también protección.

Hubo incluso una madrota, La Bandida, cuya vida está en varios libros, mujer que protegía y orientaba a jóvenes talentosos, amiga de presidentes y otros políticos encumbrados, guitarrista, cantante y compositora de corridos como el Siete Leguas y varias melodías que cobraron fama.

En Venecia, como en otros lugares, se echó mano de extranjeras para “satisfacer la incontinencia pública” y proteger la castidad de las nativas, aunque Shakespeare, en el Otelo, mostró su escepticismo ante tal medida.

Luis IX de Francia, más conocido como San Luis Rey, entendió que la prostitución cumplía una función social y publicó ordenanzas que por mucho tiempo rigieron esta profesión de múltiples efluvios. El santo monarca vivió en el siglo XIII, participó en dos cruzadas y murió en Túnez, después de recibir alguna condecoración venérea por méritos en campaña, lo que no le impidió, como cualquiera sabe, irse derechito al cielo.

Nos han vendido la idea de que la conquista fue una gesta eminentemente espiritual y no tanto militar. Hombres piadosos llegaron con la espada en una mano y la cruz en la otra para salvar a los pueblos bárbaros que habitaban la actual América.

Por supuesto, acá ya se conocía la prostitución, que Diego Rivera representó en Palacio Nacional con la figura de una ahuianime, de la que Sahagún escribió “que anda vendiendo su cuerpo, comienza desde moza… y anda como borracha, y perdida, y es mujer galana, y polida, y con esto muy desvergonzada y a cualquier hombre se da y le vende su cuerpo, por ser muy lujuriosa, sucia… y muy viciosa en el acto carnal… También tiene de costumbre sahumarse, con algunos sahumerios, olorosos y andar mascando el tzictli”, materia que le dio fama y fortuna al señor Adams, el de los chiclets.

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Además de la ahuianime o prostituta para plebeyos existía la maqui, o prostituta ritual, que era sacerdotisa de la diosa Xochiquetzal, protectora de ambas. La maqui estaba reservada a jóvenes guerreros a los que se unían sexualmente en las ceremonias relacionadas con la fertilidad.

Los pueblos nahuas, pues, conocían la prostitución, pero ésta se hallaba lejos de representar el gran negocio que era en Europa. Por ejemplo, en Valencia, en el siglo XV, trabajan de 200 a 300 mujeres en una mancebía “tan grande como un pueblo, cerrada por murallas y con una sola puerta convenientemente guardada”.

En la culta y alcahueta Europa el oficio fue siempre ejercido por multitudes. En 1873, el número de prostitutas inscritas en la Prefectura de París era de 4,327, en tanto que el de clandestinas bajo control ascendía a 3,769.

En Madrid, en 1885, las sexoservidoras registradas ante la autoridad eran 1,131, aunque seguramente sumaban muchas más las que pertenecían al “gremio de canapé”, expresión que emplea el oidor Baltazar Ladrón de Guevara en su opúsculo Sobre los excesos o desórdenes de la plebe en México y medios de su corrección.

En ese texto, escrito a fines del siglo XVIII, se hacía referencia a las vinaterías novohispanas, a las que supuestamente asistía gente de mejor condición social que a las pulquerías. Sin embargo, Ladrón de Guevara decía que “en las puertas o esquinas inmediatas (a las vinaterías) forman su reunión las mujerzuelas de la mala vida, o las que no prostituidas enteramente buscan la oportunidad de que, o las conviden o se incorporen con ellas los que pasan o entran a beber”, lo que hacía inevitable “el daño de ofensas a Dios y de escándalos que cotejados imparcialmente con los de las pulquerías” los excedían, pese a la condición o jerarquía de la clientela.

De no evitarse el desorden, terminaba el autor, se iba a requerir de un bando, como el expedido en Cádiz en 1763, el que ordenaba salieran de la ciudad “todas las mujeres de mal vivir”, aunque en la práctica fueron perseguidas únicamente las prostitutas mal vestidas o que habitaban en accesorias, lo que dio motivo a la siguiente décima que, entre otras cosas, permite saber de las tarifas de entonces y nos recuerda que, como en todo, también entre las sexoservidoras hay clases:

El bando de que se trata
terminó en ser, según supe
que Cádiz se desocupe
de toda puta barata.
La clase de real de plata,
deje de Cádiz el muro,
pero la de peso duro,
como se estaba se esté,
y el gremio de canapé…
¡Sobre seguro!

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*Escritor y periodista, natural del estado de Sonora (Ciudad Obregón, 1946), autor de incontables diccionarios enciclopédicos, historiador del periodismo en México, su obra abarca más de cincuenta títulos. Reside en el Distrito Federal.

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1 Comentario

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    Juan Reyes Plata

    11 junio, 2015 at 6:12 am

    Es algo excepcional y la forma en que se hace el desglose tan entendible de la mujer que diría Agustín Lara..Mujer Divina…. y tantos nombres con los que fue conocida pero que nos ha llenado de placer sin ser morbo en la cama solo se plasma la energia de dos seres hasta llegar a la culminación total del amor y placer…interesante saber la historia de lo mas hermoso la mujer …..

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