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Cultura

El día del trabajador según Eduardo Galeano

Nota: El Día Internacional del Trabajador honra a los Mártires de Chicago, grupo de anarquistas ejecutados en 1886 por defender sus derechos laborales. Recuperamos algunos textos del escritor uruguayo Eduardo Galeano sobre el trabajo y los trabajadores.

Por: Eduardo Galeano*

La desmemoria/4

Chicago está llena de fábricas.

Hay fábricas hasta en pleno centro de la ciudad, en torno al edificio más alto del mundo. Chicago está llena de fábricas, Chicago está llena de obreros.

Al llegar al barrio de Heymarket, pido a mis amigos que me muestren el lugar donde fueron ahorcados, en 1886, aquellos obreros que el mundo entero saluda cada primero de mayo.

-Ha de ser por aquí -me dicen. Pero nadie sabe.

Ninguna estatua le ha erigido en memoria de los mártires de Chicago en la ciudad de Chicago.

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Ni estatua, ni monolito, ni placa de bronce, ni nada.

El primero de mayo es el único día verdaderamente universal de la humanidad entera, el único día donde coinciden todas las historias y todas las geografías, todas las lenguas y las religiones y las culturas del mundo; pero en los Estados Unidos, el primero de mayo es un día cualquiera.

Ese día, la gente trabaja normalmente, y nadie, o casi nadie, recuerda que los derechos de la clase obrera no han brotado de la oreja de una cabra, ni de la mano de Dios o del amo.

Tras la inútil exploración de Heymarket, mis amigos me llevan a conocer la mejor librería de la ciudad.

Y allí, por pura curiosidad, por pura casualidad, descubro un viejo cartel que está como esperándome, metido entre muchos otros carteles de cine y música rock.

El cartel reproduce un proverbio del Africa: Hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de cacería seguirán glorificando al cazador.

 

Derecho Laboral

Rocinante, el corcel de Don Quijote era puro hueso:

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-¿Metafísico estáis?

-Es que no como

Rocinante rumiaba sus quejas, mientras Sancho Panza alzaba la voz contra la explotación del escudero por el caballero. Él se quejaba del pago que recibía por su mano de obra, no más que palos, hambres, intemperies y promesas, y exigía un salario decoroso en dinero contante y sonante.

A don Quijote le resultaban despreciables esas expresiones de grosero materialismo. Invocando a sus colegas de la caballería andante sentenciaba:

-Jamás los escuderos tuvieron salario sino a merced.

Y prometía que Sancho Panza iba a ser gobernador del primer reino que su amo conquistara, y recibiría el título de conde o de marqués.

Pero el plebeyo quería una relación laboral estable y con salario seguro.

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Han pasado cuatro siglos. En eso estamos todavía

 

Fundación de la división del trabajo

Dicen que fue el rey Manu quien otorgó prestigio divino a las castas de la India.

De su boca brotaron los sacerdotes. De sus brazos, los reyes y los guerreros. De sus muslos, los comerciantes. De sus pies, los siervos y los artesanos.

Y a partir de entonces se construyó la pirámide social, que en la India tiene más de tres mil pisos.

Cada cual nace donde debe nacer, para hacer lo que debe hacer. En tu cuna está tu tumba, tu origen es tu destino: tu vida es la recompensa o el castigo que merecen tus vidas anteriores, y la herencia dicta tu lugar y tu función.

El rey Manu aconsejaba corregir la mala conducta: si una persona de casta inferior escucha los versos de los libros sagrados, se le echará plomo derretido en los oídos; y si los recita, se le cortará la lengua. Estas pedagogías ya no se aplican, pero todavía quien se sale de su sitio, en el amor, en el trabajo o en lo que sea, arriesga escarmientos públicos que podrían matarlo o dejarlo más muerto que vivo.

Los sincasta, uno de cada cinco hindúes, están por debajo de los de más abajo. Los llaman intocables, porque contaminan: malditos entre los malditos, no pueden hablar con los demás, ni caminar sus caminos, ni tocar sus vasos ni sus platos. La ley los protege, la realidad los expulsa. A ellos, cualquiera los humilla; a ellas, cualquiera las viola, que ahí sí que resultan tocables las intocables.

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A finales del año 2004, cuando el tsunami embistió contra las costas de la India, los intocables se ocuparon de recoger la basura y los muertos.

Como siempre.

Adler and Sullivan, Auditorium Building, Michigan Avenue and Congress Street, Chicago, 1886 

Señor Corporación

Ocurrió en Washington, en 1886.

Las empresas gigantes conquistaron los mismos derechos legales que los ciudadanos vulgares y silvestres.

La Suprema Corte de Justicia anuló más de doscientas leyes que regulaban y limitaban la actividad empresarial, y al mismo tiempo extendió los derechos humanos a las corporaciones privadas. La ley reconoció a las grandes empresas los mismos derechos de las personas, como si ellas también respiraran: derecho a la vida, a la libre expresión, a la privacidad…

A principios del siglo veintiuno, así sigue siendo.

 

Comuneras 

 

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Todo el poder a los barrios. Cada barrio era una asamblea.

Y en todas partes, ellas: obreras, costureras, panaderas, cocineras, floristas, niñeras, limpiadoras, planchadoras, cantineras. El enemigo llamaba pétroleuses, incendiarias, a estas fogosas que exigían los derechos negados por la sociedad que tantos deberes les exigía.

El sufragio femenino era uno de esos derechos. En la revolución anterior, la de 1848, el gobierno de la Comuna lo había rechazado por ochocientos noventa y nueve votos contra uno a favor (Unanimidad menos uno).

Esta segunda Comuna seguía sorda a las demandas de las mujeres, pero mientras duró, lo poco que duró, ellas opinaron en todos los debates y alzaron barricadas y curaron heridos y dieron de comer a los soldados y empuñaron las armas de los caídos y peleando cayeron, con el pañuelo rojo al cuello, que era el uniforme de sus batallones.

Después, en la derrota, cuando llegó la hora de la venganza del poder ofendido, más de mil mujeres fueron procesadas por los tribunales militares.

Una de las condenadas a deportación fue Louise Michel. Esta institutriz anarquista había ingresado a la lucha con una vieja carabina y en combate había ganado un fusil Remington, nuevito. En la confusión final, se salvó de morir; la mandaron muy lejos. Fue a parar a la isla de Nueva Caledonia.

 * Selección de textos, María Corona.

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Polemón
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