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Talleres de costura en Calzada de Tlalpan, Ciudad de México, Septiembre 1985. Foto: Daniel Aguilar
Talleres de costura en Calzada de Tlalpan, Ciudad de México, Septiembre 1985. Foto: Daniel Aguilar
Talleres de costura en Calzada de Tlalpan, Ciudad de México, Septiembre 1985. Foto: Daniel Aguilar

Crónicas

La gran sacudida de hace 30 años

Parte II

Al día siguiente: ¿Era un caos la Ciudad de México el viernes 20 de septiembre de 1985? No se pasmó. Se movía a dos ritmos no habituales obligados por la tragedia: el desenfrenado y el desesperante. Reaccionaba rápido y bien ante los designios escritos por el dedo Dios. Herida en la entraña, su fervor iba más allá de su dolor. Lo excepcional y lo habitual eran atendidos superando grandes dificultades. A pesar de embotellamientos fenomenales, circulaban cientos de miles de vehículos. Los que servían para afrontar la emergencia, tenían preferencia irrebatible: ambulancias, camiones de bomberos, militares, patrullas, grúas, maquinaria pesada; y cualquier automotor particular del febril voluntariado, identificado con cartulinas escritas a mano. No había comunicación telefónica en muchas áreas. Privaba la incertidumbre general sobre la suerte de familiares, amigos, conocidos. Insuficientes las morgues, se habilitaron grandes espacios públicos como tales: la explanada de la delegación Cuauhtémoc, el Parque de Beisbol del Seguro Social (¿del Seguro Social?, ¿de quién era y de quién es el terreno donde estaba el estadio y ahora está un centro comercial? –perdón por la digresión, pero ilustra bien algo de nuestro presente que se gestó en aquel pasado).

No, la Ciudad de México no era un caos; funcionaba simultáneamente como sistema de atención inmediata a la catástrofe y como lo que siempre ha funcionado, para ir al trabajo, ir al mercado, ir a la escuela, ir a la feria, ir a ver a la novia, ir a la casa, ir acá e ir allá. Todo caminaba, por obra y gracia de una ciudadanía de buenos reflejos y decisiones prácticas, atributos no compartidos por las haltas hauoridades; hatolondradas por la contundencia de los hechos, tardaron en asumir la coordinación de las acciones, declararon que no era necesaria la ayuda internacional y pidieron a la población civil mantenerse en sus casas… ¡Sí cómo no! Espontánea, valiente, fulgurante, la Población Civil tomó la ciudad.

Terremoto de la Ciudad de México

La economía de guerra ideada por la debutante mafia neoliberal, se complementaba con el paisaje alterado por edificios que parecían bombardeados. ¡Comenzaban días excepcionales! Con la tragedia encima, en la medida de las posibilidades de cada quien, las actividades cotidianas siguieron llevándose a cabo. Así son la vida y las ciudades. Los viernes solían ser relajados en la agencia donde trabajaba; empleaba el día en planear el trabajo de la próxima semana, acordar con diseñadores y productores, ordenar papeles, sacar pendientes poco importantes por los cuales los ejecutivos jr., los ejecubitos, no dejaban de dar lata. Después de la hora de la comida el ritmo de trabajo bajaba abruptamente. Por aquí y por allá, con éstos y/o con aquéllas, se organizaban reuniones, fiestas, reventones, bacanales, idas a discotecas, a un bar en grupo o con alguna persona de tu agrado, tal y como hicimos por primera vez, hace 30 años, Lili, la extraordinaria, y quien esto escribe, iniciando aquel telúrico 20 de septiembre una muy agradable costumbre.

La ruta de Polanco a Coyacán, tantas veces recorrida, tan conocida y resabida, tan próxima y constante en la experiencia de todos los días, lucía diferente a sí misma y ajena para quienes la transitaban. Elocuencias tétrica: la oscuridad imperante en grandes áreas, colonias enteras, altísimos edificios, casitas de una planta; el flujo vehicular exhibía camiones de volteo cargados de cascajo; circulaba una impresionante cantidad de ambulancias, superponiendo sus sirenas al sonido de las máquinas y sus cláxones, de la radio y las conversaciones que giran, necesariamente, alrededor de la tragedia. Mi nueva amiga me propuso, ésa primera salida, ir a El Convento, acogedor y muy mono bar a media luz, instalado en el sótano de una edificación antigua (colonial, tal vez) y por lo tanto, muy sólida. Sus paredes sin repellar eran anchísimas, el techo y toda la construcción estaban sostenidos por columnas, que daban motivo a una poderosa arcada. Apenas brindamos por primera vez, empezó a temblar. No era una réplica. Era un sismo. Otro. El segundo en poco más de 24 horas. De menor intensidad que el anterior, pero lo suficientemente fuerte para actuar como carga de caballería contra un regimiento derrotado. Terminó de tirar lo que estaba a punto de caerse, comprometió estabilidades estructurales, cimbró cimientos, determinó relaciones y alentó el temple de la Ciudad de México.

Av. Juárez, Ciudad de México, Septiembre 19, 1985. Foto: Daniel Aguilar

Av. Juárez, Ciudad de México, 1985. Foto: Daniel Aguilar

El sábado 21, llegué temprano a casa de mis primos González Berumen, vecinos y amigos de toda la vida de los Sarmina, familia relacionada con el giro de la construcción. Unánimemente decidieron sumar sus recursos a las labores de rescate, incluyendo el pago del día a sus trabajadores. A bordo de su camión de volteo y armados con sus herramientas, salimos sin rumbo fijo a ver dónde podíamos ser útiles. En algún lugar, quién sabe quiénes, nos pidieron desplazarnos hasta Xochimilco, a una planta de cosméticos. Falsa alarma. Todo estaba en orden ahí. Regresamos. Sin que nadie nos los dijera, nos apersonamos en Insurgentes y Uruapan, colonia Roma; donde había un edificio derruido. La magnitud de las ruinas, aminoraban la presencia de una inmensa grúa de construcción, facilitada por un particular. Sin demora nos agregamos a la para mí desconocida labor de remover escombros.

Estudiantes, oficinistas, profesionistas, policías de todas las edades trabajaban hombro con hombro. Quienes traían picos o mazos, golpeaban con fe techos venidos abajo para encontrar o hacer un acceso a los sitios donde pudiera haber personas atrapadas; quienes no, formaban largas filas a través de las cuales de mano en mano se iba desalojando el cascajo. La actividad era febril; en ocasiones se llevaba a cabo a tontas y locas. Hubo un momento en el que Chucho Sarmina pidió a un grupo detenerse y les dijo: “¡No se trata de destruir! Hay que desarmar”. A continuación los ordenó y distribuyó estratégicamente; les dijo luego donde golpear para desmontar con orden, rapidez y sin gastar energías de más. Horas más tarde, él mismo comenzó a pedir la presencia de alguna autoridad; había sorprendido a uno de los policías integrados al rescate, apoderándose de una grabadora surgida de los escombros. Infructuosamente, el pillo trató buscó la protección de sus compañeros de armas y macanas, la presión colectiva evitó cualquier asomo de impunidad; llegaron unos militares, Chucho les expuso el caso; los soldados intercambiaron miradas y palabras entre sí; y se llevaron detenido al tecolote.

Hotel de Carlo frente al Monumento a la Revolución, Ciudad de México, Septiembre 19, 1985. Foto: Daniel Aguilar

Hotel de Carlo frente al Monumento a la Revolución, Ciudad de México, Septiembre 19, 1985. Foto: Daniel Aguilar

Ese incidente fue la excepción; sobre aquellos escombros, voluntarios, policías y soldados trabajaban en equipo. Los voluntarios y los policías encargándose del trabajo físico; los soldados haciendo guardia o dando rondines; su actitud no era ni amedrentadora ni administrativa, vigilaban la zona, estaban atentos a lo que ocurría y en cuanto eran requeridos acudían a echar la mano; aportaban cuando se buscaban soluciones, dialogaban cuando se debía tomar alguna decisión. Mi abuelo fue General de Brigada, por ello, la actitud de esos soldados coincidió con la idea forjada durante mi infancia sobre cómo deben ser los miembros del Ejército Mexicano: disciplinados, serios, discretos, solidarios, justos, amables. Los militares aquella vez fueron la única presencia verosímil del Estado Mexicano.

Una de las primeras declaraciones públicas de la más halta hautoridad, fue para asegurar a la FIFA que los estadios no habían sufrido daños y el país estaba en condiciones de llevar a cabo el mundial. Supongo que en reuniones con los caciques de las finanzas globales, sus personeros, incluso él de viva voz y cuerpo presente, aseguraban que el país estaba en condiciones de pagar los leoninos intereses de la deuda externa-eterna (con equis y sin equis, “que algo tiene de cruz y de calvario”, dixit Ramón López Velarde). Respecto al número de muertos y damnificados, sólo existían la certidumbre macabra de que la tragedia era inconmensurable y la bien fundada sospecha de que el gobierno pretendería minimizar la magnitud del drama.

Además de quienes se enfrentaban a los escombros, enfermeras, médicos, peritos en construcción, ingenieros, psicólogos… ofrecían y daban sus servicios donde fuera necesario. Otras y otros ofrecían su apoyo en los albergues o haciendo acopio de ropa, medicinas y alimentos o donando sangre o en la ingrata e indispensable tarea de acomodar cadáveres en las inmensas morgues. Familias enteras ofrecían comida y bebida a los voluntarios al pie de las ruinas. Recuerdo la abundancia de tortas caseras de huevo con chorizo, el gusto de quienes las ofrecían a los voluntarios y la avidez con que éstos las devoraban cuando se permitían un rápido receso. Privaban la camaradería, una sorprendente comunión ciudadana, un insospechado acuerdo colectivo, una férrea voluntad solidaria; funcionaba una verdadera democracia sin adjetivos; como no había ni coordinadores ni responsables de esto o de aquello, cualquier situación que causara controversia, era expuesta públicamente y entre todos se decidía qué hacer.

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Al atardecer, con el ambiente infestado por un intenso hedor a cadáver, unos topos habían logrado abrir un túnel, al cuál faltaba poco para llegar a un sitio donde, según ellos, había sobrevivientes. Algunos pensaban que el olor era producto de una fuga de gas y pedían que se interrumpieran las actividades hasta que ésta fuera controlada; la mayoría teníamos la certeza de que olía a carne humana en descomposición, aunque en secreto deseábamos que fuera una fuga de butano. Sin excesos, pero sosteniendo pros y contras con firmeza, se discutía el punto; llamados por alguien o por su iniciativa, tres soldados se aproximaron e intervinieron en el diálogo; minutos después, el de mayor grado se dirigió a la colectividad: “Como no sabemos si lo que huele es gas, les proponemos suspender momentáneamente las labores, vamos por un explosímetro y ya que hagamos la medición, vemos si continuamos o suspendemos”. La propuesta fue aprobada por mayoría abrumadora. Mientras regresaban los militares, me acerqué a la boca del túnel hecho por los topos; era un gruta estrecha por la que se podía ver un camino inverosímil e intrincado. “¿A poco por aquí se meten?”, le pregunté a uno. “¡A huevo!”, me respondió. Yo nada más asentí.

"Los topos" rescatando a una persona tras el terremoto de 1985.

“Los topos” rescatando a una persona tras el terremoto de 1985.

Mi primo Rubén se acercó y me comentó azorado: “¿Sabes qué? Me pasó algo muy loco. Perdí la noción de dónde estamos. Hace rato cuando cobré conciencia, me pareció increíble. Estamos a dos cuadras de la Glorieta de Insurgentes y es otro mundo. ¡No es posible!” De veras, no parecía posible tal destrucción. El paisaje golpeaba con su contundencia y se imponía como inédita e ineludible sede del aquí y el ahora. Los soldados regresaron en poco tiempo, acompañados esta vez por los expertos en explosividad. Rápido realizaron la medición. El mismo que nos había hecho la propuesta, informó que no había riesgo de explosión. Continuamos nuestras tareas; por cierto, la mía, además ayudar a trasladar el cascajo y ocasionalmente golpear concreto con un mazo o un pico, se había especializado en sujetar a la grúa, con nudos aprendidos en los boy scouts, los tanques de oxígeno necesarios para el funcionamiento de los sopletes, así como los desechos más voluminosos: pedazos de pared o fragmentos de columnas. Observé a los topos, aún no conocidos por ese apelativo, introducirse al túnel. Poco a poco salían a la luz los objetos que retiraban para avanzar; recuerdo libros, una caja de chocolate Abuelita y ropa. Recuerdo también a una joven madre indígena, paupérrima, con dos pequeños hijos recogiendo los desechos que pudieran servirles. Su actuar, nada tenía que ver con el del policía que pretendió robarse una grabadora. Lo de él fue vulgar rapiña; lo de ella y sus niños, un acto desesperado.

Al anochecer nos retiramos. Los topos aún no salían. Nos fuimos, pues, ignorando si habían localizado sobrevivientes. Ya noche, ligeramente repuesto de la madriza física, me despedí de la banda y como el 19, aunque en diferente estado, cambié de opinión: en vez de dirigirme a mi casa a descansar, enfilé nuevamente hacia Insurgentes y Uruapan. Las actividades habían cesado; nadie permanecía sobre la montaña de escombros que sólo dos noches antes era un edificio en pie; una valla de policías la rodeaba; me acerqué a uno y le pregunté si habían sacado sobrevivientes; henchido de orgullo me respondió: “Sí, logramos sacar a dos sobrevivientes”. Sintiendo una íntima y muy grande satisfacción, al fin me fui a mi casa.

Al día siguiente…

Leer la primera parte de esta crónica, da clic aquí: http://polemon.mx/la-gran-sacudida-de-hace-30-anos

Dando clic a este enlace puedes leer la tercera y última entrega de la crónica 

1 Comentario

1 Comentario

  1. Avatar

    Alicia Ortiz campuzano

    23 septiembre, 2015 at 1:56 am

    Me paso que cuando mas quería saber que paso se queda en continuación. Interesante relato espero la continuación.

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