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Hotel Regis, terremoto de 1985. Foto: Especial

Crónicas

La gran sacudida de hace 30 años

Después de 1968, las grandes movilizaciones desaparecieron de la Ciudad de México. Bueno, no todas. La del 12 de diciembre, que anualmente congrega a millones en la Villa de Guadalupe, nunca dejó (ni dejará) de llevarse a cabo. Además de ésta, calificable de católica-institucional, en enero de 1979, y durante 6 días 6, se realizó otra también católica, ésta de carácter extraordinario y cuasi milagroso, cuando ocurrió la primera venida papal a nuestro país. Aquella vez, en medio de mi desesperación de poeta con musa recién perdida, pensé que Wojtyla desmentía con hechos la mítica declaración de Lennon, quien había afirmado que los Beatles eran más famosos que Jesucristo. Y hete aquí que no, para famosos de a de veras, el oriundo de Belén; ni siquiera tuvo que hacerse presente para movilizar a millones de personas; le bastó con enviar a su representante en la Tierra.

Aquello debe haber sido para los creyentes católicos un gran acto de comunión y tengo la impresión que para el Estado Mexicano, de profunda raíz laica, significó el principio de su actual decadencia. El caso es que Juan Pablo II sacó de sus hogares a millones de católicos, quienes ordenados esperaban el tiempo que fuera necesario para postrarse ante el paso del papamóvil. El pueblo mostró su fe; el papa, su fuerza. El país estaba próximo a ser saqueado por especuladores financieros. Como respuesta, José López Portillo, autonombrado “último presidente de la Revolución”, nacionalizó la banca y, hazme el favor, querido e hipotético lector, entregó el poder al primer presidente de la contrarrevolución neoliberal, Miguel de la Madrid Hurtado, quien incubó el huevo de la serpiente que hoy nos asfixia.

Juan Pablo II en su visita a México.

Juan Pablo II en su visita a México.

A mediados del sexenio delamadrilista, con el país soportando la imposición de una “economía de guerra”, atestiguando el inicio del “adelgazamiento del Estado”, padeciendo el comienzo de un austericidio diseñado por el secretario de programación y presupuesto (un tal Carlos Salinas de Gortari), ah, y con el orgullo de convertirse pronto en la primera nación sede de dos mundiales de fútbol; cuando nadie lo esperaba, tomando a todo el mundo por sorpresa, ocurrió una grandiosa movilización ciudadana. Primero de manera espontánea, vital por necesidad. Después, porque las autoridades se pasmaron, produciendo un vacío de poder, inmediatamente asumido por la ciudadanía.

A las 7:17 del 19 de septiembre de 1985, la fuerza de la madre naturaleza se dejó sentir en la Ciudad de México, a través de un poderoso y largo, larguisisisissisisísimo sismo; primero fue como los que con cierta frecuencia ocurren por estos lares, oscilatorio. “Nada de qué preocuparse –pensé, cuando mi gato asustado me despertó–, ahorita pasa”. Y, aunque a esa hora debería levantarme para prender el boiler, preparar café, bañarme, vestirme, desayunar e irme a trabajar, me dispuse a dormir otro ratito, ya que la tierra se pusiera en paz. Lejos de cesar, el movimiento incrementaba su fuerza. Había vivido en Tlatelolco en un séptimo piso, no me daban miedo los temblores. Mientras uno transcurría, nos disponíamos a ver por la ventana cómo se movían los edificios de junto; mi madre nos congregó e intentó ponernos a rezar; su intento fracaso, descreídos siempre hemos sido y muy racionales, los dos hermanos menores, una y uno, sostuvieron el siguiente diálogo: “Sí se cae el edificio, moriremos”. “Eso no tiene remedio”.

Hotel Regis en Av. Juárez y Balderas, Ciudad de México, Septiembre 19, 1985. Foto: Daniel Aguilar

Hotel Regis en Av. Juárez y Balderas, Ciudad de México, Septiembre 19, 1985. Foto: Daniel Aguilar

Sin temor alguno, aunque sorprendido pues las oscilaciones no cesaban y eran cada vez más enérgicas, dirigí la mirada de los pies de la cama, donde mi gato permanecía parado en la actitud previa al ataque o la huida, hacia la trabe de concreto que sostenía el techo: “Sí aguanta. Sí aguanta”, pensé una y otra vez. El movimiento comenzó a ser trepidatorio. Nunca había experimentado algo así. Era como si un poderoso martillo golpeara hacia arriba desde el centro de la tierra. Esa magna fuerza conmovía toda la casa, haciéndola brincar y crujir. Inmóvil, no dejé de mirar la trabe y de preguntar: “¿Aguantará? ¿Aguantará?” Escuché a una vecina gritar en el pasillo del caserío, su histeria fue controlada por otras que también habían salido de sus casas. No recuerdo haberme asustado, pero sí la gran alegría que sentí cuando, según yo, todo había vuelto a la normalidad.

Contra mi costumbre, encendí la tele para informarme sobre el sismo. Sólo la usaba para seguir a las Chivas del Guadalajara y la temporada de la NFL. No había transmisión en el canal dos y la apagué. “¡Pendejos! –pensé–. Se les cayó la señal”. Un par de horas después me enteraría que a Televisa no sólo se le había caído la señal. Me apresuré y salí de la casa rumbo al trabajo. Vivía en San Jerónimo y laboraba entonces en una agencia de publicidad en Polanco. En promedio hacía 45 minutos; excepcionalmente, 30; a veces, cuando ocurría algún accidente, hora y media. Debía grabar unos spots en un estudio cercano a la oficina, pero eso en nada alteraba el tiempo de recorrido. Me sorprendió la velocidad a la que me desplazaba y noté que el número de vehículos era considerablemente menor al de los otros días. No relacioné esto con el temblor, del cual volví a cobrar conciencia cuando encendí el radio y escuché un mensaje por demás absurdo: “Se les pide a los pilotos de los helicópteros, no se aproximen demasiado a los edificios colapsados, pues pueden provocar más derrumbes”.

Talleres de costura en Calzada de Tlalpan, Ciudad de México, Septiembre 1985. Foto: Daniel Aguilar

Talleres de costura en Calzada de Tlalpan, Ciudad de México, Septiembre 1985. Foto: Daniel Aguilar

“¿Edificios colapsados? ¿Derrumbes? –me pregunté y deduje–: ¡Estuvo cabrón!” La radiodifusora, probablemente Radio Educación, tal vez Radio Universidad o la inolvidable XELA, prometió más información, pero la que dieron era escasa y confusa, lo suyo era la cultura, no las noticias. Cuando llegué, el estudio estaba cerrado y mi suposición de que algo grave había ocurrido, se convirtió en inquietud; ésta se transformó en preocupación cuando, al fin en la agencia y al salir del elevador, la recepcionista me dijo con su acento sinaloense: “Mi vida, ¡qué bueno que ya llegaste! ¿Estás bien?” “Sí, ¿por qué?” “¿Y tu familia, cómo está?” “Supongo que bien. ¿Qué pasa?” “Mira, corazón –me respondió con un discurso que había repetido y repetiría cada que alguien llegaba a la oficina–, sólo tenemos una línea, así que dame el teléfono de tu mamá para que le hable, le diga que estás bien y le pregunte cómo está tu familia”. Obedecí y ella marcó sin demora: “Buenos días, señora, habla la Montse de Maqueda-Gibert. El Víctor ya llegó a la oficina y está bien. ¿Ustedes, cómo están?” Mientras escuchaba la respuesta de mi mamá, me sonrió, indicándome que por mi familia no me preocupara y se despidió: “Qué bueno que no les pasó nada, señora. Y disculpe que no le pase a su hijo, pero sólo tenemos una línea y la estamos usando para saber cómo están los compañeros de la agencia y sus familias”. Tras una brevísima pausa, dijo que no había nada que agradecer y le deseo un buen día a mi jefa.

Yo no lo sabía aún, pero así como Montserrat tuvo la iniciativa de controlar el teléfono y agilizar la comunicación para bien de todos los que laborábamos en aquella oficina, miles de mujeres y hombres al dictado de sus ovarios y sus huevos, en ese preciso momento tomaban el control de la ciudad; primero en las construcciones derrumbadas, sacando con las uñas heridos y muertos de entre los escombros. Pocas horas después, sin mayor coordinación que su instinto guiado por la buena voluntad, la ciudadanía del Distrito Federal generaría una gran red de solidaridad, haciéndose cargo del rescate de sobrevivientes, el control del tráfico, el avituallamiento para los voluntarios, la recolección de ropa, agua, alimentos y medicinas; mientras unos improvisaban albergues para los damnificados, otros ofrecían sus hogares para hospedar parientes, amigos e incluso desconocidos.

En la agencia nadie trabajaba, todo era un confuso intercambio de información; a través de él, tracé en mi mente un mapa del horror que asolaba a mi muy querida México City. Hacia las 11 de la mañana se suspendieron las actividades en la agencia hasta el día siguiente. Me demoré en salir para hacer una llamada a la colonia Roma, donde vivía mi ex musa. Me contestó una de sus hermanas, me dijo que ella no estaba, me agradeció la llamada y me informó: “Ni a la casa ni a nosotros nos pasó nada, pero en la cuadra se cayeron un edificio y una escuela”. Al principio del texto, al referirme a la primera venida del papa, aludí a mi desesperación de poeta que recién había perdido a su musa. La vida personal se entreteje con la colectiva, a veces de forma terrible. Para la época del temblor, ya había superado el rompimiento amoroso, pero afrontaba un derrumbe personal: el 4 de julio, mi papá había muerto. Hacía años, me había dado al disfrute de ciertos vicios recreativos e ilegales; éstos y los legales, no sólo los toleraba el medio donde me desenvolvía, a veces, incluso los propiciaba; así, en esa época, comencé a beber más de lo que lo he hecho toda mi vida; la depresión causada por la muerte de mi padre abonó en terreno fértil y, a la menor provocación, me emborrachaba. Estaba desolado y con el “metodismo”, es decir: metiéndome de todo, la sobrellevaba, pero no me calentaba ni el sol.

Me trepé al auto y no me acuerdo dónde lo estacioné; no sé si caminando o todavía manejando, pasé por avenida Chapultepec y corroboré que una de las torres de Televisa se había caído. “Con razón no estaban transmitiendo estos pendejos”. El calificativo que por segunda vez en el día aplicaba a los televisos, nada tenía que ver con si transmitían o no, sino a la ínfima calidad de sus productos. Luego caminé y caminé, a ciencia no recuerdo la ruta, sólo vienen a mi memoria catastróficas imágenes de edificios desmoronados; sobre ellos, seres gigantes, aunque a la distancia se vieran diminutos, se enfrentaban a la monstruosa realidad que se presentaba en forma de escombros, bajo los cuales había seres humanos, que tenían que ser rescatados de la forma qué fuera y ¡a la de ya! No sabía qué hacer, anonadado, yendo y viniendo sin ton ni son, pensando que sería bueno sumarme a alguna cuadrilla de rescate, pasé frente a las oficinas del PRI que están en puente de Alvarado; de ahí salió un güerillo de unos 30 años, vestido con un espantoso traje café, gritando: “Quienes estén conscientes de lo que está ocurriendo y quieran ayudar, súbanse a este camión”, y señaló un torton de redilas con el escudo de su partiducho en las puertas. Lo pensé más de dos veces; siempre he odiado al PRI, lo responsabilizaba ya entonces del pobre desarrollo de un país con tanto potencial, me le había enfrentado en el 68 y pocos cosas deseaba (y aún deseo) con tanto fervor como vivir en un México sin PRI. Lo pensé y lo repensé, con la vergüenza apenas mitigada por la convicción de que las circunstancias imponían una tregua entre yo y el PRI, me trepé al camión. Lo mismo hicieron otros 20 ó 30 hombres de distintas edades y diferentes orígenes y destinos.

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Así afectó el terremoto de 1985 a las instalaciones de Televisa.

Así afectó el terremoto de 1985 a las instalaciones de Televisa.

El güerejo se acomodó junto al chofer. El camión arrancó y se encaminó hacia la colonia Morelos. Yo suponía que nos dirigíamos a alguna de las vecindades que se habían venido abajo. Pero no. Llegamos a una guardería y nos pidieron que subiéramos unas mesitas al camión. No sé para qué. Pensé durante un rato que las llevaríamos a un albergue o algo así. Y nada. Unos 15 minutos después, llegaron en un auto otros priístas, éstos de mayor rango, aunque en sus tacuches se veían igual de zarrapastrosos que el werever, con quien intercambiaron algunas palabras; lo invitaron a irse con ellos; cuando estaba a punto de largarse, estallé y le grite: “¿Qué onda, güey? ¿Por qué te vas? Tu vienes con nosotros”. Su respuesta se limitó a una serie de gruñidos inarticulados, algo comprensible en alguien acostumbrado sólo a decir: “¡Sí, señor licenciado! Lo que usted mande”. No sé si me despedí de él mentándole la madre con el brazo o si le dediqué unos vistosos caracolitos con la mano.

“Más merezco por pendejo –pensé–, sólo a mí se me ocurre confiar en los priístas”. A través de Tepito, caminé hacia Tlatelolco. Recuerdo vagamente alguna vecindad derrumbada, donde mal que bien las cosas estaban bajo control. Tengo fija en la memoria la imagen de una señora de unos 60 años, canosa, de vestido y mandil, cuya expresión sintetizaba una desolación infinita y una reciedumbre imbatible. Su imagen simboliza para mí, el esfuerzo desplegado por los defeños ante la catástrofe; todo su dolor y toda su valentía. Atravesé Reforma y me encaminé hacia el casi totalmente derruido edificio Nuevo León. Otra vez aparecieron ante mi vista los gigantes, empequeñecidos por la distancia, enfrentando la tragedia. Una valla de seguridad no me dejó seguir adelante. “¿Conoces a alguien del Nuevo León?”, me preguntaron. “No, a nadie”. “Entonces no puedes pasar”. No insistí y enfilé mis pasos hacia la casa familiar, ubicada en Santa María la Ribera. Frente al salón Los Ángeles, descubrí una cantina abierta y me descubrí con hambre, pero sobre todo sediento. Entré, comí algo de la botana y, a toda velocidad, me tomé cuatro o cinco rones con Coca-Cola.

Edificio Nuevo León en Tlatelolco el 19 de septiembre de 1985. Foto: Marco Antonio Cruz

Edificio Nuevo León en Tlatelolco el 19 de septiembre de 1985. Foto: Marco Antonio Cruz

No pasé por la colonia Guerrero, porque preferí caminar por Tlatelolco hasta Insurgentes. Siguiendo esa ruta pude ver por última vez el edificio Ignacio Comonfort, donde viví del 62 al 71, pues quedaron tan dañados, ése y los que lo flanqueaban, que demolieron a los tres. Borracho, llegué a la casa familiar, donde el duelo por mi padre, se combinaba con la amarga experiencia del temblor. Mi madre, compungida, me contó que en el edificio de Marina, había muerto la comadre Chabela de mi tío Rubén. Con mi familia estaba una tía que vivía en Tlatelolco. No sé si pasó con ellos la noche. Dije alguna impertinencia de ebrio y tuve que retirarme rápido, sintiéndome un asco. Anochecía cuando regresé al auto con la intensión de irme a mi casa a descansar. Cambié de opinión en el camino y me dirigí a casa del tío Rubén, para ver a mis primos a quienes visitaba dos, tres o más veces por semana. Al bajarme del auto, me encontré con el de mi tío, quien con mi tía se dirigía al velorio de doña Chabela. Con la voz entrecortada, el hombre se congració de que toda la familia estuviera sana y salva; al borde del llanto me comentó la muerte de su comadre. Le di el pésame con un apretón afectivo en el hombro y me despedí de mi tía con una sonrisa.

El edificio de la Marina en la Ciudad de México. Foto: Eugenia Serra/Flickr

El edificio de la Marina en la Ciudad de México. Foto: Eugenia Serra/Flickr

Entre el grupo de frikies que nos reuníamos en esa casa, había un par de fotógrafos, y como yo traía mi cámara en el auto, se me ocurrió proponerles que fuéramos en grupo a documentar lo que estaba pasando. Me tildaron de loco, pero ante mi insistencia, al fin aceptaron. Nos subimos a mi coche y nos lanzamos a hacia avenida Chapultepec, donde se cayó una secundaria. A pesar de mi terca insistencia, no nos dejaron acercar demasiado, así que nos trasladamos a la calle de la colonia Roma, donde se había caído el edificio de una universidad privada. En el estado que iba, no pude tomar ninguna imagen que valiera la pena. Además, por impertinente, quienes se hacían cargo del cordón de seguridad, a punto estuvieron de llamar a la policía para que me detuviera. Merecía eso y que me rompieran la madre. No ocurrió ni lo uno no lo otro, porque mi primo Rubén me tomó del brazo y me alejó del sitio. A una distancia prudente, conmovidos, escuchamos a un chavo decirle a sus compañeros: “Ya encontraron a Susana. Ahorita la van a sacar”. Cuando apareció la chica en una camilla improvisada, los presentes, emocionados, comenzaron a aplaudir. Avergonzado, llevé a mi banda a casa de mis tíos. Y, al fin, me fui a mi casa.

Al día siguiente… (Continuará.)

Dando clic aquí puedes leer la segunda parte de la crónica 

4 Comentarios

4 Comentarios

  1. Avatar

    Alicia Ortiz campuzano

    20 septiembre, 2015 at 11:16 pm

    Muy interesante relato ojalá continúe porque nos refiere una experiencia por demás increíble mucha gente cree que no paso nada porque no perdieron familia, amigo o patentes. Excelente felicidades al escritor

  2. Avatar

    Alicia Ortiz campuzano

    20 septiembre, 2015 at 11:17 pm

    Corrección son parientes

  3. Avatar

    Rf

    19 septiembre, 2021 at 3:16 pm

    Por lo que se nota, el autor no ha dejado de emborracharse desde entonces. A lo mejor no soy buen matemático pero de 1985 a la fecha son 36 añosvy no 30. Ridículas además las justificaciones para acercarse a las construcciones derribadas, simulando ayudar cuando en realidad lo único que le movía era el el morbo y el chisme.

    • Avatar

      César Huerta

      19 septiembre, 2021 at 3:55 pm

      El autor ya falleció. Claramente dice al inicio del texto que fue publicada en 2015.

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