Taim-Lain

La forma política del monstruo, un ensayo de H.R.

Por: H.R. (@revistapolemon)

Los primeros monstruos que registra la memoria escrita tuvieron vocación política. Fue en la Arcadia o en la Tesalia o en el Flegros (regiones meridionales de Grecia las dos primeras, zona volcánica de la actual Macedonia la última), donde una horda de gigantes envidiosos, encabezados por Alción, Alcionedes y Porfirión, intentó apoderarse del Olimpo para destituir a sus moradores de entonces, los dioses de la antigua edad de oro.

No importan los detalles de la rebelión (que fracasó), sino su propósito, la naturaleza monstruosa de los conjurados (tenían cincuenta cabezas, tenían cien manos) y el carácter político de la empresa. A partir de allí, en el remolino de las historias que sin fortuna intentaron dar forma a la Historia asoman millones de relatos políticos (algunos con cara), donde se intuye, cuando no se ve con claridad descarnada, la esencia de quienes, mediante una deformación o negación del arquetipo humano y su noción de la ética, devinieron en monstruos.

Porque ésa es, precisamente, la definición del monstruo político. En el campo de la política, ¿en relación con qué puede algo o alguien tener un carácter monstruoso, sino respecto de un artificio que permite a la evolución seguir su curso en medio de la diversidad y la diferencia?

En efecto, la ética, como cualquier creación de los hombres, es un recurso artificial. Pero no habiendo otros puntos de referencia más confiables de origen suprahumano, ese recurso constituye la única piedra de toque razonable para continuar, aunque sea a tropezones, recorriendo nuestro camino como especie.

Uso la palabra “razonable”. ¿Que el sueño de la razón engendra monstruos? Falso. Quienes han enriquecido la teratología de la política (teratología es el estudio de la monstruosidad) en nombre de la razón han sido profundamente irracionales. Cuando Goya pronunció su conocida frase seguramente lo animaba la idea de ser dramático e ingenioso a la vez. Hubiera sido mejor que se preguntara si el expansionismo napoleónico era, como él sugiere, representante del “sueño de la razón”, o simplemente una muestra más de la irracionalidad totalitaria (en marzo de 1808 las tropas francesas, encabezadas por Joachim Murat, mariscal de Napoleón, entraron en Madrid consumando una o varias matanzas).

En términos de política, el monstruo, peleado a muerte con la ética, no es enemigo de la estética: el siglo XX fue fecundo en criminales apolíneos. La forma política del monstruo difiere también de su forma mitológica: los gigantes que atacaron el Olimpo tenían que diferir físicamente de los dioses, entre otras cosas porque desde el punto de vista ético unos eran tan cuestionables como los otros. En cambio, los tiranuelos (los monstruos políticos nunca ameritan más que un adjetivo despectivo, no importa la magnitud de sus crímenes) que pueblan la Historia, debían ser morfológicamente parecidos a quienes serían sus víctimas, porque si su monstruosidad fuera muy evidente difícilmente hubieran cosechado tantas adhesiones incondicionales por medio de los paralogismos que Goya confundió con la razón.

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El lenguaje viral

Al igual que su homólogo estético, el monstruo político no necesariamente se manifiesta por medio de la violencia. La aberración genocida es, por así decirlo, la quintaesencia de la monstruosidad; pero hay criaturas deformes que cubren sus anomalías con el manto de la ilusión discursiva. El discurso es, para el monstruo político, lo que la máscara para el monstruo estético. Superada la oscura noche del asesino iluminado, nos encontramos en el brumoso día del criminal ordinario. El primero escondía su carácter monstruoso con enunciados deslumbrantes (la raza, la sangre, la pureza); el segundo lo hace con la cotidianeidad (la seguridad pública, el libre comercio, el parlamentarismo, la ficción democrática).

Este último tiene más probabilidades de subsistir que aquél: el monstruo político autoritario o totalitario provoca rechazo aun en aquellas sociedades férreamente sometidas a su dominio (hubo alemanes que aborrecían a Hitler y comunistas que detestaban a Stalin). El monstruo político contemporáneo, en cambio, se mimetiza de tal modo con la sociedad que lo ha engendrado que su componente de anormalidad pasa inadvertido para todo el mundo. Y así, por transferencia, el propio cuerpo social acaba por adoptar la forma política del monstruo. En otras palabras, la sociedad en su conjunto es el monstruo político. En lugar de condensar en sí toda la monstruosidad (aunque sea de manera simbólica, puesto que los cómplices del monstruo siempre son extensiones del mismo) la difunde por medio del lenguaje, convirtiendo a éste en un agente de contagio de la monstruosidad. El lugar común, en boca del monstruo, adquiere un carácter viral y todo aquel que ingenuamente se hace eco de su palabrerío (por aquella falacia según la cual las palabras no muerden) adquiere un elemento común con el monstruo político, se hace parte de él.

Conviene recordar que todo esto es relativo, porque se basa en el artificio de la ética y ésta es una base demasiado débil para sostener una teoría de la teratología política. ¿Quién dice qué es ético y qué no lo es? Pregunta peligrosa, porque conduce a dos incómodas salidas: o hay una divinidad legitimadora (y eso es fe) o todos tienen derecho a matar por cualquier causa (y eso es barbarie).
Sería largo y tedioso examinar por qué la ética tiene que ser, según propongo, el punto de referencia para definir la forma política del monstruo. En todo caso diré que, por menos visceral, la ética me parece más confiable que la religión o la ideología, aunque todas estas categorías tengan el carácter artificial que las vicia de origen.

Estas cosas que ves

Menos problemas presenta la definición de lo monstruoso: monstrum es una manera de decir prodigium, palabra que designa a aquello que se aparta de lo que conocemos como natural. Pero en este punto surge un detalle que nos obliga a hacer una precisión sobre el monstruo político de nuestros días, porque, como he apuntado más arriba, éste se mimetiza con lo cotidiano, que es natural por definición. El dilema, sin embargo, se resuelve con sencillez. Sucede que ahí reside precisamente la monstruosidad: en hacer hábito de la anomalía, en ejercer un poder implacable bajo la apariencia de la tolerancia a la minoría y la disidencia, en la fuerza tramposa del laissez faire, en practicar magistralmente una vez más el que, dicen, es el mejor truco del diablo.

La forma política que hoy asume el monstruo le da a éste más fuerza que nunca: no se opone resistencia a lo que pasa inadvertido ni se combate a la coerción si se la confunde con la benevolencia.

Todo esto puede sonar un poco místico o, mejor, un poco paranoico. ¿No es forzar las cosas tratar de hallar monstruos en el seno de lo cotidiano, donde se mueven los hombres públicos que predican el fin de las ideologías, entre la proliferación de ONGs que exigen el respeto irrestricto a los derechos individuales y la multiplicidad de candados destinados a impedir los excesos institucionales? Digamos, para estar a tono con los tiempos, que la respuesta es optativa. Pero quienes escojan calificar de paranoico el intento de describir al monstruo político aposentado en la dorada medianía de las democracias occidentales están menospreciando la capacidad de mutación que tiene lo monstruoso, están usando anacrónicos patrones para medir el grado de desviación de la norma ética, sin darse cuenta de que su incapacidad para identificar la forma política del monstruo se debe a que ellos mismos son el monstruo.

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2 Comentarios

  1. Sergio Ruiz Alcantara

    30 noviembre, 2015 at 10:46 pm

    Esclaresador artículo del monstruo político mexicano.Su falta de ética asociada directamente a sus traiciones sistemáticas,probablemente se deba a ese gran defecto que tenemos los mexicanos de solo mirar para arriba al amó. Arma fundamental del imperio para hacer de México un país permanentemente
    Colonizado. Tomar en cuenta que nuestra oligarquia también es colonizada con beneficios.H.R. Felicidades.

  2. angello corriguez

    1 diciembre, 2015 at 8:33 am

    Cometeré un “pecado mortal” ético, poético, social, al ponerle nombre al monstruo? seré desterrado, quemado, ahorcado? Me Arriesgaré por lo muy obvio para muy pocos y porque cumple precisamente la descripción aquí puntualizada: “el CHUPACABRAS” Carlos Salinas de Gortari, nombre propio del neoliberalismo a la mexicana, dictadorzuelo “casi” invisible para 99% de los mexicanos envueltos por “el hartazgo” creado por el…

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