En verdad, en verdad os digo que ayer, ante millones de ojos peregrinos que buscaban consuelo y amparo del polvo enceguecedor, el Hijo del Carpintero y de María, por Pilatos llamado de los Judíos el Rey, recibió en el madero la más afrentosa de las muertes —la lenta agonía del clavo que desangra y desazona— pero aquesta vez, agobiado por el peso de su carga (99 kilos de roble) y sofocado por la tierra que le emporquecía los pulmonares alveolos, se desmayó, de roja anilina cubierto, en las faldas del cerro de Iztapalapa, a las 17:23 del Viernes Santo, y hubo de ser bajado de la cruz, para caer al poco tiempo en manos de otra, la Cruz Roja, que lo condujo en ambulancia, con presteza y celeridad, al año 1979 de la Era en curso.
Abajo, en el tranquilo poblado que su nombre asemeja (hasta el colmo de la exactitud) con el del cerro arriba no descrito, la gente se había conglomerado desde la noche anterior, para presenciar el desarrollo de la Última Cena, en la que el nefando Tomás Alvarado Cedillo, como Judas, traiciona y vende, por 30 monedas de cinco pesos de plata, la vida de Roberto González (en el papel de Jesús), quien al mediodía de ayer, en pos de los soldados del ejército romano, fue paseado por los barrios de Iztapalapa, horas antes del momento crucial en que sería juzgado por los siervos de Tiberio y condenado a fenecer, en actitud ejemplificadora, entre los ladrones Dimas y Gestas, que cara, bien cara, pagaron su bajeza.
Y fue así como a las 15:11 en punto, custodiado por la intangible presencia de un ángel guardián que tenía las etéreas alas confeccionadas con plumas de pollo y los gráciles pies bañados en lodo de los caminos, el Redentor, escoltado por una treintena de gladiadores que llevaban los penachos de sus cascos guerreros imitados con cerdas de escobas, y en compañía de María del Pilar Corona —quien actuó, simplemente, como María— empezó su penosa ascensión al monte, en medio de una barahúnda de codos y pies desesperados que los heroicos y estoicos gladiadores de la Dirección General de Policía y Tránsito —a caballo y con macana— fueron apenas capaces de contener, sin lograr, empero, evitar los empellones que habrían de enviar a más de cuatro al nosocomio.
Trescientos nazarenos —hombres y niños— de túnica morada y corona de espina, que habían pagado 200 pesos per cápita para representar su papel con la venia del Comité Organizador, escoltaron al Cristo hacia la muerte, y era una lástima ver que a los pequeños de 7 años, por ejemplo, y a los obesos de 40, ascender las veredas del cerro acongojados por el esfuerzo; y era admirable el número de mercaderías que había en oferta —fruta, cerámica, juguetes, sombreros, golosinas, básculas que daban el peso a cambio de otro peso—; y era enloquecedor el gentío que subía como lava que regresa al corazón del volcán, y era pasmoso advertir cómo el maquillaje de los actores, aplicado por Matías Guillén, resistía los embates del polvo, del polvo innúmero.
Hubo, pues, de acontecer lo que se esperaba. Todo el pueblo de Iztapalapa relató la Pasión. Pero no estaba previsto que al fin del drama, cuando el ángel intangible subió a la cruz y soltó un pichón al cielo, un viento furioso azotó los rostros y levantó más polvos, mientras un helicóptero de la Policía batía sus aspas en suspenso para darle un toque de misterio abismal que, en verdad, en verdad, la representación no hacía menester. Era, por sí misma, demasiado. Y ya para terminar, en ausencia de la lluvia inexplicable que cada año corona el acontecimiento, los camilleros de la Cruz Roja y los Doce Apóstoles dieron en disputarse el derecho de bajar el cuerpo exangüe de Jesús, al tiempo que en la Cruz, extraída de la iglesia de San Lucas, quedaba el crucifijo de Nuestro Señor de la Cuevita para enfrentarse a las sombras promisorias de la noche.
Cuando la gente inició el descenso al viernes de vacaciones, después del Angelus luctuoso, comenzó, horrísono, el ulular de las espectrales ambulancias.
Aquí puedes escuchar la pieza radiofónica de la crónica de Jaime Avilés, realizada por Radio Educación 👇