Por años, el Vaticano fue sinónimo de oro, mármol y silencio. Las sotanas cardenalicias caminaban sobre alfombras mullidas mientras millones en el mundo caminaban descalzos. En ese paisaje de poder y solemnidad, irrumpió Jorge Mario Bergoglio. Y eligió llamarse “Francisco”.
Con ese solo gesto, rompió siglos de tradición. Eligió el nombre del santo que abrazó a los leprosos, que caminó con los pobres, que predicó desde la miseria. Fue un símbolo, sí. Pero también una declaración de principios. Desde entonces, ya nada fue igual.
Mientras sus antecesores dormían en palacios, Francisco eligió una habitación modesta. Mientras otros Papas viajaban escoltados en vehículos blindados, él manejaba autos sencillos, incluso de segunda mano. “¿Qué ejemplo le doy a los curas si viajo en un Mercedes?”, decía. Su reloj, un Swatch blanco de plástico. Sus zapatos, los de siempre: negros, gastados, sin la vanidad de los Prada rojos que otros usaron para pasear por los pasillos del poder.
No era pose. Era ética.
En una época donde muchos líderes se arrodillan ante los intereses financieros, Francisco fue una rara excepción. Denunció al capitalismo salvaje sin rodeos. Llamó al sistema económico por su nombre: inhumano. Dijo que el dinero debía servir y no gobernar. Que la desigualdad era la raíz de los males sociales. Que esta economía mata. Y lo dijo en foros internacionales, frente a banqueros, jefes de Estado y burócratas del Fondo Monetario Internacional. No para agradarles, sino para desenmascararlos.
En su encíclica Laudato Si’, Francisco juntó dos gritos que los poderosos suelen ignorar: el de la Tierra y el de los pobres. Denunció el extractivismo, el ecocidio, el culto a la ganancia y el abandono de los pueblos. Los dueños del mundo lo odiaron en silencio. Pero el pueblo lo entendió: por fin, un Papa hablaba su idioma.
Recibió en el Vaticano a cartoneros, migrantes, campesinos. No para la foto. No para el discurso. Sino para escucharlos. Para darles el lugar que merecen. Para recordar que la dignidad no es patrimonio de los millonarios. Los llamó “poetas sociales, sembradores de esperanza”. Y con esa frase, rompió otra barrera: la del clasismo espiritual.
Francisco no fue neutral. Nunca lo quiso ser. No se calló ante el genocidio en Palestina. No avaló los muros de Trump. No bendijo la propiedad privada como un dogma absoluto. Puso el Evangelio del lado de los pobres, no del dinero. Y por eso incomodó. Por eso fue un Papa peligroso… para los de siempre.
Hoy que ha partido, su legado es incómodo, inspirador y profundamente humano. No fue perfecto. Pero fue valiente. Y en un mundo gobernado por cobardes con corbata, eso ya es una revolución.
Francisco caminó con los nadies. Y eso lo hizo eterno.

Sergio Ávila
21 abril, 2025 at 5:44 pm
Gracias Papa Francisco ❤❤