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España en la Europa que está muriendo

Parados en España. Foto: Antonio Zugaldia/Flickr

Por: Pilar Velasco (@Pevelasco)*

El fascismo en el país de la Ilustración

25 de mayo 2015. ¿Es compatible la democracia representativa con la política de recortes? Teóricamente sí. En la práctica, un gobierno socialdemócrata dura 147 días. En el experimento de la austeridad europea, le ha tocado a François Hollande expurgar un ejecutivo que conquistó el Elíseo gracias a una ingeniería de coaliciones, entre ellas, la conquista del voto ‘rojo’. No es una proeza, es la única fórmula que tienen los socialdemócratas en Europa de llegar al gobierno, contando con el apoyo de ese arco ideológico.

Cuando Hollande abandona el programa con el que ganó las elecciones, y renuncia al liderazgo europeo contra los recortes, en su mano estaba expulsar a los ministros de la antiausteridad rebelde. Ahora bien, forzado a cumplir con el Pacto de Estabilidad, cada acción termina en un callejón sin salida. Aceptó recortar 50 mil millones de euros para darse cuenta a posteriori –representando cierta sorpresa– de que los recortes no crean empleo.

La tasa de paro es la más alta en la historia reciente del país, 3 millones 434 mil 400 parados, por encima del 10%. La tasa de popularidad, lo mismo. El 63% está descontento con la composición del nuevo gobierno pro recortes y más de 55% pide la disolución de la Asamblea Nacional y la convocatoria de elecciones.

El plan de escenificar cumbres en Bruselas a favor del crecimiento no tendrá réditos para Hollande si no van acompañadas de hechos concretos. La política, hoy, es pura praxis. El contexto no es fácil. Presión fiscal 52%, deuda pública 93% y Europa estancada y con deflación. Para facilitar el camino de la austeridad, al ministro de Economía saliente Arnaud Montebourg, le sustituye el ex banquero de Rothschild, Emmanuel Macron. Gana la ortodoxia de los recortes, el tecnócrata por encima del político. Y al tiempo, Francia se queda con un gobierno patas arriba obligado a cumplir con Bruselas sin concesiones.

El presidente de la República Francesa, Francois Hollande.

La inestabilidad política forzada por la negativa de Unión a negociar la restructuración del déficit pone al Frente Nacional, a los ultraderechistas de Le Pen, en el ranking de favoritos en las encuestas. Si hubiera elecciones mañana, ganarían. Hay quienes consideran que el pago de la deuda a cambio de altos niveles de inseguridad política no es prudente, forzar políticas que no han sido votadas lleva a tal desbarajuste nacional que termina saliendo caro. Cierto que con la democracia entre paréntesis las reformas serían mucho más fáciles. Pero para eso, efectivamente, sólo debería servir Le Pen.

Alemania, el autismo europeo

La austeridad está configurando una forma triste y gris de entender Europa. Las medidas no han funcionado y Europa está abatida, hundida, más apática. Europa no se ríe, no salta, no innova, no transgrede, no crea a pleno rendimiento. Europa no es Europa.

La canciller alemana, Angela Merkel, la líder más valorada en la historia reciente de su país, sólo comparable a la figura de Helmut Kohl, no ha conseguido convencer fuera sobre la eficacia de sus políticas impuestas a través de los organismos europeos. La alta popularidad de la canciller en Alemania es proporcional a la baja credibilidad de sus buenas intenciones en el resto de países europeos para mejorar la economía comunitaria.

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La calma y capacidad de gestionar los problemas dentro del país se traduce fuera en lo contrario.

Mientras el FMI se ha disculpado por las recetas mal aplicadas en Grecia, nadie espera un gesto parecido de Alemania. Al paso de sus medidas, Rajoy acumula una de las mayores tasas de pobreza infantil; David Cameron no ha logrado compensar la destrucción de trabajo público con empleo privado; en Grecia ha resurgido la malaria, el sida, se ha disparado el número de suicidios, de homicidios y el consumo de drogas.

En Portugal, a pesar de la oleada de privatizaciones más radical en la historia del país en el sector de la energía, el agua o el transporte público, el IVA en la electricidad ha pasado del 6% al 23%, las prestaciones se han reducido casi una quinta parte, el país bucea en la recesión. Donde Merkel ve éxito, otros sólo indigencia. En España lo sabemos, la crisis ha sido tan arrolladora, que guardamos con dolor cada imagen de abuelas y abuelos de puntillas, con medio cuerpo dentro de los cubos de basura en busca de comida.

Decía antes que el eje de la dialéctica ha cambiado. ¿Podemos hablar de norte sur, ricos y pobres, izquierda y derecha? Si tenemos en cuenta que los países del mediterráneo no han impuesto las políticas al norte y sí han recibido directrices desde Alemania o Bruselas, sí.  Pero si tenemos en cuenta las cifras de pobreza, no está tan claro.

En Alemania hay 7,5 millones de personas que viven con ‘mini empleos’, 450 euros al mes que tienen que completar con subsidios sociales. Si una persona pasa toda su vida en estos ‘mini empleos’ se podrá jubilar a los 67 años con una pensión de 140 euros ya que estos trabajos sólo garantizan 3 euros al mes de pensión por año trabajado. Un 16% se encuentra en riesgo de exclusión social.

La brecha de la desigualdad en Gran Bretaña o Francia (por descontado Irlanda, Grecia o Portugal) se ha disparado. Es la destrucción del estado de bienestar, donde –como indica un estudio reciente[1]–, los empleos mejor y peor pagados han resistido mejor la crisis mientras los intermedios se han desmoronado. No basta con tener trabajo para dejar de ser pobre. Más allá de la crítica o la defensa de estas políticas, ¿qué han supuesto para Europa? Es decir, ¿para los europeos? ¿Hacia dónde nos llevan?

En España, donde ningún miembro del gobierno aprueba en las encuestas, deberíamos envidiar la buena percepción que tienen los alemanes de su canciller. Es más, coincido con los sondeos en los que un 70% de los alemanes admitieron admirar a Merkel porque era una mujer trabajadora, sencilla y razonable. La mujer más poderosa del mundo, según la revista Forbes, la política capaz de fagocitar a los socialdemócratas en su propio gobierno, es un fiel reflejo de la mujer media alemana.

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Ya nos gustaría en España un perfil así, con tanto alto cargo haciendo ostentación de riqueza, mala educación y masculinidad mal entendida. Fuera, sin embargo, es una líder impasible al sufrimiento ajeno. Una dirigente capaz de reunirse con el presidente del país correspondiente para negociar el reparto de sillones en Europa o revisar la marcha de los ajustes sin un solo gesto con quien le afecta. La gente no quiere sensiblería barata, pero sí gestos que les indiquen que significan algo en esta construcción europea de la que hablamos. Al fin y al cabo, lo pagan con sus impuestos, incluidas las visitas de la canciller.

La canciller alemana, Angela Merkel.

 La grandeza del relato común

Algunos europeos pueden sentir que lo peor ya ha pasado mientras para otros es el peor momento de su historia reciente. Hay un dato del último Eurobarómetro muy representativo. A la pregunta ¿Cómo calificaría la situación económica actual? En España, Grecia o Italia de un 4% a un 5% creen que “muy buena” y de un 94% a un 96% “totalmente mala”.

En Alemania un 83% cree que “muy buena” y sólo un 14% la considera “totalmente mala”. Alemania, por tanto, no ha sido capaz de interiorizar que el mal estado de sus vecinos pueda tener algo que ver con ellos. Y viceversa. Cierto que un 65% de los ciudadanos comunitarios declara sentirse en mayor o menor medida “europeo”, según la encuesta de la Comisión, sin embargo, no se traduce en una percepción común sobre el estado de la Unión. Se impone, por tanto, el egoísmo de las realidades nacionales (o regionales o locales) por encima de una pertenencia compartida de Europa.

Tal vez, uno de los fracasos más relevantes que arrastramos en nuestra historia reciente sea éste, a pesar de nuestras particularidades y ‘nacionalidades’, no sentir como un problema propio las desgracias o alegrías del vecino. Un gran fracaso que no dejaremos atrás con la crisis. En España se ha escuchado durante los últimos años decir “No somos Grecia”, de la misma manera imagino que un alemán dirá no ser español.

La política nacional es uno de los grandes escollos de la construcción europea. Traducido a valores, ante el dolor de los demás, que titulaba Susan Sontag en una excelente reflexión, no somos capaces de interiorizar el sufrimiento ajeno más allá del cliché de las imágenes de los telediarios.

Vemos arder los alrededores del Congreso de Atenas, las calles de Portugal a rebosar, la policía desahuciando a familias enteras en España… pero no son más que eso, imágenes ausentes de conmoción y empatía. Y al fondo, en el subconsciente, un ‘algo habrán hecho’ Así, Inglaterra no quiere ser Alemania; Alemania no quiere ser Francia; Francia no quiere ser España; España no quiere ser Grecia y Grecia no quiere ser Rumania….

Países aislados ante la tragedia del vecino, incapaces de plantearse las grandes preguntas o abrazar el paisaje.

Hace un año un grupo de intelectuales europeos, entre ellos Bernard-Henri Lévy, Salman Rushdie, Antonio Lobo Antunes, Fernando Savater o Peter Schneider, firmaban el “Manifiesto por la Unión” alertando sobre los riesgos de deshacer la Europa soñada tras la Segunda Guerra Mundial y difundido por varios medios europeos[2]. Con un arranque atroz “Europa no está en crisis, está muriéndose. Europa como idea. Como sueño y como proyecto”. Los intelectuales explicaban: “Se deshace en Atenas, una de sus cunas, en medio de la indiferencia y el cinismo de sus naciones hermanas: hubo un tiempo, principios del siglo XIX, en el que todos los artistas, poetas, grandes mentes de Europa, volaban en su auxilio y militaban a favor de su libertad”.

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Con un acertadísimo diagnóstico sobre la enfermedad cultural y vital que padecemos, continúan: “Hoy estamos lejos de eso; y da la impresión de que los herederos de aquellos grandes europeos, mientras los helenos libran una nueva batalla contra otra forma de decadencia y sujeción, no tienen nada mejor que hacer que reprenderles, estigmatizarlos, despreciarlos y –con el plan de rigor impuesto como programa de austeridad, que se les conmina a seguir– despojarle del principio de soberanía que, hace tanto tiempo, inventaron ellos mismos”.

Ya no queda otra opción, cerraba el manifiesto, “o la unión política o la muerte. Una muerte que podría adoptar varias formas y dar varios rodeos”. O Europa hace algo o “saldrá de la Historia, desaparecerá”.

Es Alemania, paradoja, que ya no entona aquel “Todos somos judíos alemanes!”, dejando atrás el espíritu de la lucha por el alma europea defendida en Sarajevo o la de los defensores de la Europa cautiva, que denominaba Milán Kundera, Francia dando cobijo a exiliados españoles y aquellos españoles liberando el París ocupado. Y sin embargo, por más que se le dé, que le demos, la espalda a esta Europa, la razón y el corazón de todos sus miembros pasan por la solidaridad de lo común. Más allá, mucho más allá, de mirarnos las carteras unos a otros.

Grafitti en España. Foto: Antonio Marín Segovia/Flickr

Y ¿en qué nos cambia esto?

La crisis nos ha europeizado, así que pongámonoslo fácil. Si lo grande es lo que nos une, por qué empeñarnos en separarnos. Las cuchillas colocadas en las vallas de Ceuta y Melilla en España contra los inmigrantes africanos no son la solución, sino el problema. Inundar las manifestaciones y protestas sociales en Europa con policías no protege al sistema, lo debilita.

Cerrar las instituciones a la participación de la gente no las hace más sólidas, sino inestables. Lo importante no es que la economía no vaya a recuperarse –que lo es–, o no lo haga en el plazo que nos gustaría –que no lo hará–. Ni siquiera que gobierne uno u otro partido. Lo verdaderamente relevante es cómo la crisis condiciona la cultura europea, la manera en la que nos miramos unos a otros, ahondando en las diferencias y caricaturizando las singularidades.

El prejuicio es la raíz de la antipolítica, la primera piedra en la corrupción de nuestra condición humana, las barreras que nos hacen ver al otro como un ser inferior o superior, de aquí o de allí, pero no iguales. No es sencillo lidiar contra las etiquetas. Este verano [de 2014], una veintena de periodistas extranjeros, la mayoría europeos, fuimos seleccionados por la Universidad de Columbia, en Nueva York, para hacer un seminario de varias semanas bajo el título “Summer investigative reporting course”, un intensivo para profundizar en el periodismo de datos y las nuevas tecnologías y herramientas que mejoran la elaboración de noticias en profundidad, ésas que nos permiten desvelar los fallos sistémicos e ir más allá del caso concreto.

Financiado en parte por una fundación suiza, el curso contaba con un nutrido grupo de profesionales del país helvético. Como periodistas era fácil que coincidiéramos en temas comunes: La investigación de la evasión fiscal de las grandes fortunas ocultas en Suiza y la huida del dinero de la corrupción de los políticos españoles a la confederación.

Sin embargo, el primer escollo fue cultural. Durante los primeros días sus intereses oscilaban sobre asuntos muy cercanos a los tópicos: ¿En España dormís dos horas de siesta? ¿Las familias españolas reserváis la cubertería de plata para los domingos? ¿Bailáis en la calle? ¿Todos vuestros políticos son corruptos? La reacción de los españoles que escucharon al grupo suizo fue defensiva.

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Aprovechando una cerveza en grupo, delante de compañeros de China o Alemania, citaron encuestas que sitúan a Suiza como uno de los países con menor tasa de simpatía o popularidad del espacio europeo. “Es lógico, pasan de la UE, además, los europeos no confían en el país del secreto bancario dedicado a ocultar el dinero que escapa de las arcas públicas de Europa. ¿Habéis investigado la relación de vuestros bancos con el gobierno?”. Y continuaron: ¿Vuestros bancos diseñan productos que sirven para blanquear con el consentimiento de las autoridades?”.

Antes de una semana, entendimos que la corrupción era transnacional y nuestro trabajo era desvelarla. Y lo más importante, nos relacionamos y sentimos europeos, intentando empaparnos de los beneficios de la cultura americana, antes que como suizos o españoles.

Podría haber sido peor. Podríamos no haber estado en la mejor universidad de periodismo del mundo, en la misma aula, bajo las mismas condiciones. Yo podría haber estado en Londres, detrás de la barra de un bar, como muchos de mis compañeros periodistas, en el cupo de los siete mil profesionales españoles que han perdido su empleo desde el año 2007. El grupo suizo podría haberme pedido una consumición y a continuación preguntar ¿Todos los españoles sois camareros? O por puntualizar ¿Cuántos periodistas españoles sois camareros?

Podría haber estado en Berlín, junto a los 35 mil inmigrantes que han abandonado España, titulo en mano, y haber escuchado “Tienes seis meses para encontrar trabajo antes de que te expulsen, ¿verdad?”.

El tratamiento de los dirigentes de los gobiernos europeos entre acreedores y deudores condiciona a sus ciudadanos y con ello nuestras relaciones culturales. Profundiza en la desigualdad y nos debilita –a todos– frente a una sociedad global ante la que estamos perdiendo capacidad para competir. Europa se autolesiona restringiendo sus fronteras, colocando a unos y a otros en distintos estratos. Por algo a EEUU no se le ocurrió reaccionar tras el desplome de 2007 separando estados ricos y pobres, estados endeudados frente a estados con superávit.

Paradójicamente, vivimos una época donde la objetividad, el análisis de los datos, la aplicación del método científico o matemático a nuestro trabajo es clave. Las nuevas tecnologías determinan nuestras profesiones para bien. Y, sin embargo, los prejuicios pesan más que nunca. Pregunten a un empresario europeo: ¿Contrataría usted a un trabajador alemán o a uno búlgaro? Y pregunte lo mismo a un empresario norteamericano. No me equivoco si apuesto a que el empresario europeo preferiría al alemán en detrimento del búlgaro y el norteamericano elegiría según el currículo de cada uno.

El joven artista Yanko Tsvetkov comenzó a elaborar su “Atlas de prejuicios” a principios de 2009, poco después de que comenzara la crisis en Europa. Más de 40 mapas que retratan a sus vecinos según la imagen que tienen unos de otros y en los que explica con ironía –qué remedio– por qué es tan difícil unir a los europeos a pesar de las Cumbres, los esfuerzos de la Comisión y las decenas de reuniones del Consejo. Tsvetkov resume su biografía en la contraportada “Artista que vive en España, escribe en inglés y publica en Alemania. Un superhéroe que lucha contra los prejuicios con su rayo láser”.

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Es una sátira cartográfica y provocadora, toda una declaración de intenciones. En la última versión publicada, Alemania es el país de “Cruella de Merkel”, el sur de Italia es la “Cataluña Oriental”, los suizos son “un poco groseros”, los ingleses “turistas que vomitan” y los polacos “católicos de pelo rubio”. Los franceses, por supuesto, son “gabachos” y los españoles hablan de su país como la tierra del “café para todos”.

Hay prejuicios divertidos, con esa chispa de verdad que los caracteriza. Por ello son tan estimulantes los mapas de Tsvetkov cuando divide Europa por la mitad –por una imaginaria línea de puntos, como un recortable– y tenemos los países del tomate y la patata; del té o del café; del vino para el mediterráneo, la cerveza  para Europa central o el vodka en Rusia; está la Europa clásica y la moderna; la soleada y la nublada; la Europa del aceite o de la mantequilla.

El autor no necesita escribir los nombres de los países, con un golpe de vista es fácil echarse unas risas. Los hay de todos los tipos. La Europa sexualmente reprimida y la emocionalmente reprimida; la perezosa y la trabajadora (sic); la católica, protestante y ortodoxa; la rica y la pobre; la de la buena y mala cocina; la Europa de la gente que come sentada y la que come de pie; la religiosa y atea…

Y en esta suerte de fiesta de etiquetas, Tsvetkov escribe: Y sin embargo, aquí estamos, rascándonos la cabeza y preguntándonos cómo (narices) entendernos mejor el uno al otro. Tal vez, como todo lo demás en la vida, el viaje es lo que importa, el día a día, lejos del objetivo final. Porque recordar los buenos tiempos pasados –escribe el artista– cuando los problemas económicos eran más fáciles de manejar, no está haciendo ningún bien a nadie. Pocas cosas son más molestas que las personas mayores recordando un fulgurante pasado. Continúa. Y como las neuronas envejecidas pierden lentamente la privación sensorial, los recuerdos imperfectos se vuelven fábulas inmaculadas, que reordenan los acontecimientos de sus vidas en nuevas narrativas. En pasajes posiblemente inexistentes.

La austeridad ha creado una Europa donde unos ciudadanos sienten que sus gobiernos están subordinados a otros y no precisamente en igualdad de condiciones. Ha dado igual que por primera vez en la Europa contemporánea se hayan abierto las fronteras manteniendo la soberanía de los países. Da igual que la integración esté en nuestras manos y podamos recorrer el continente de punta a punta. La primera reacción al principio de la crisis, Europa contra Europa, fue el insulto–prejuicio.

¿Recuerdan el origen del término PIGS? El norte de Europa decidió insultar a sus vecinos con motivo de las economías mal saneadas de sus gobernantes. Igual que Stalin estableció su Cordón Sanitario para intentar protegerse de la influencia de los países occidentales, Europa central extendió una suerte de Cordón económico para que los países a los que había que rescatar no salpicaran a sus acreedores. PIGS, cuidado con el barro, no manchéis. Con todas las fronteras eliminadas, con acceso a cada esquina remota del continente, debemos recorrerlo para reconstruirlo — escribe Tsvetkov entre viñetas– porque las ruinas del desastre tienen un impacto emocional tal que no necesitan ser teorizadas.

Mientras Rajoy, Merkel o Cameron coquetean con las medidas austeridad, al otro lado, el húngaro Victor Orbán apuesta por el extremismo nacionalista y experimenta con las políticas proteccionistas. Los socialistas coquetean con la reinvención del marxismo en sus discursos y los comunistas del Este creen que cualquier líder del pasado no fue tan malo. Hay en la izquierda y la derecha (socialistas y conservadores), arriba y abajo, cierta sensación de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

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Y olvidan y confunden el origen de la crisis (un colapso financiero en EE.UU.) con el escenario actual, mucho más complejo, con retos donde Europa se juega su existencia, al margen de los resultados en los balances financieros y donde las medidas de austeridad diseñadas al principio de la crisis pueden no servir ocho años después. Una simple crisis económica no tiene la capacidad de romper a Europa en pedazos, escribe Tsvetkov. Ahora que está rota, que todavía conservamos los pedazos, reconstruyámosla desde el origen.

Manifestación en Madrid, España. Foto: Marta Martínez Riera/Flickr

Volver a enamorarse

En la idea común de Europa que nos une son las instituciones las que deben ofrecer un buen inventario de espacios comunes para poder enfrentarse a la cuestión de fondo: ¿Qué hacemos con Europa, con esta democracia inacabada? Hagamos lo que hagamos, si no logramos abrir nuevos espacios, nuevas políticas, no podremos dar ninguna respuesta, siquiera imaginarlas.

No se trata sólo de un desafío intelectual, de levantar un relato común escrito por los grandes o medianos pensadores de Europa, que también. La nueva narrativa, la gran cita pendiente, es la que resulte del reencuentro de la política con las personas. Partidos, instituciones, el llamado Poder no puede tener miedo de salir a la calle. La gente no merece seguir escuchando por detrás de las puertas cerradas de la Unión. No habrá medios veraces si no invitan al lector a la charla global, ni partido creíble que no hable de mejorar las condiciones de vida. Para sobrevivir, una misión pendiente: Devolver a la gente un derecho fundamental, el de ser escuchado.

Todo lo que era sólido se esfuma. Son los estertores de esa época que da paso a la próxima. Decía Michael Ignatieff en Fuego y cenizas[3] que “No podemos asegurar con certeza que la eventual victoria de la democracia en esta batalla de ideas esté asegurada. No existe ninguna garantía de que la historia haya tomado partido por la libertad o de que la democracia vaya a prevalecer frente a sus competidores”. Sí podemos asegurar, sin embargo, que estamos aquí, a pie de Europa.

La Gran Depresión no es económica, es vital. Y el proyecto común no es posible si no vuelve la confianza, la conquista, el flechazo. Si no podemos decir que el mañana nos pertenece, es fácil que terminemos cediéndoselo al primero que pase. La contienda entre los defensores del modelo social europeo y sus privatizadores debe resolverse mediante la confrontación política con sus ciudadanos, no mediante los supuestos técnicos de la eficacia.

No sabemos en qué momento se invitó a los mercados a la gran conversación de la democracia, cuándo les hicimos anfitriones. Ya han estado, sabemos lo que piensan, qué quieren y qué dicen. Invítenles a irse. El tiempo ahora es de otros. Dejemos de pensar que se trata de supuestas demagogias y recuperemos, de una vez, la ilusión por una Europa que nos pertenece. We want (we need) our Europe back. Porque ese es el verdadero diálogo pendiente. El único camino que nos llevará a casa.

[1] Drivers of recent job polarisation and upgrading in Europe – European Jobs Monitor 2014 
[2] “Europa o el caos” El País 25 ENE 2013 
[3] Michael Ignatieff ‘Fuego y cenizas’

*Periodista radiofónica y escritora española. Egresada de la Universidad Complutense, donde fue alumna de Juan Carlos Monedero, ex número dos de la dirección de Podemos. Hizo estudios de posgrado en Estados Unidos y Rumania. Residió en Serbia. En 2005 publicó el libro “Jóvenes pero suficientemente cabreados” y en 2011 “No nos representan. El manifiesto de los indignados en 25 propuestas”, espléndida crónica de la rebelión juvenil del 15 de mayo de 2011 en la Plaza del Sol. Reside en Madrid

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