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Crónicas

Y la tragedia sigue viva…

A Lilia, un miércoles de abril de 1992 la vida se le puso canija, se le puso bien complicada. Se levantó muy temprano, hizo ejercicio, despertó a sus hijos, los vistió, preparó desayunos y despidió a su marido, con beso incluido, de la puerta de la casa. Él se iba a trabajar. Y ella también lo haría, pero más tarde, cuando las “labores del hogar” estuvieran concluidas (como si éstas no fueran trabajo).

A eso de las nueve y media de la mañana Lilia salió de su casa y esperó el autobús que la llevaría a donde trabajaba, un negocio familiar dedicado a la compra y venta de maderas. Era un miércoles de abril, para ser más exactos: miércoles 22 de abril de 1992.

El autobús andaba vacío cuando Lilia lo tomó a una cuadra de su casa. Se sentó. Estaba mirando la calle, pensando que los cuatro hijos que tenían pronto se pondrían grandes y harían sus vidas propias, reflexionando sobre los gastos del hogar, las escuelas, las cuentas de la empresa familiar, las mejoras que no se habían hecho en la casa, la vida que de vez en cuando se comporta triste y de vez en cuando se descubre contenta.

De repente escuchó algo fuerte, muy fuerte, algo tan fuerte que se le nubló la vista, que la dejó sin pensamientos: inconsciente. Despertó cuando varias personas le quitaban un pedazo de hormigón que le había caído encima. Alguien, recuerda Lilia, le preguntaba si estaba bien, si le dolía algo: si tenía vida adentro de ella. Esos momentos de sufrimiento se le han medio borrado de la cabeza; tiene solamente destellos, imágenes fijas que dicen algo pero no dicen todo; rostros que no ha vuelto a mirar y no sabe a ciencia cierta si existieron o fueron quimeras inventadas por la mente para tratar de explicar algo inexplicable.

Recuerda bien, eso sí, cuando un rescatista gritó a otro: “hay que llevar rápido al hospital a la señora embarazada y a la de las piernas destrozadas”. La de las “piernas destrozadas era yo”, menciona Lilia mientras su rictus se pone melancólico, y es que, acepta: “19 años después y sigue doliendo el recuerdo”.

La subieron en una camioneta. Lilia sentía que ésta se movía, que subía y bajaba, que se detenía y reiniciaba el viaje rápido, como si se le fuera la vida en el trayecto, en el acelerador que se apretaba y en el freno que no debía intervenir. A Lilia se le medio olvidan esos momentos, pues “estaba semiinconsciente”; la mente es inteligente: oculta los dolores, aunque estén ahí, metidos en la cabeza, viviendo.

La llevaron a una clínica del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), pero ahí los médicos dijeron a los choferes de la camioneta que no había lugar, que la clínica estaba llena, que prosiguieran el camino, que no podían atenderlos: que se fueran. La camioneta zigzagueó por la ciudad, buscando un lugar para que atendieran a las mujeres que llevaban muriéndose ahí dentro. Por fin arribaron al Hospital General de Occidente, el conocido como “de Zoquipan”.

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II

22 de abril de 2010, exactamente hace un año: ella, Lilia, se pone con su voz fuerte y ronca a hablar. Lee el pliego petitorio de la Asociación 22 de Abril en Guadalajara que encabeza. Es un aniversario más de las explosiones sucedidas en una parte de la capital del estado de Jalisco, un 22 de abril de 1992. Enfrente se encuentran los iguales a ella: sus compañeros de lesión, de lágrimas y lucha, de batallas ganadas y perdidas.

Hay también periodistas con grabadoras unos y con libretas otros, quienes escuchan: “A 18 años de la tragedia hay pendientes: 1) pedimos la reapertura y el total esclarecimiento del caso de las explosiones del 22 de abril, que se dé claridad al asunto y que se castigue a los responsables”. 2) Exigimos indemnización por 200 mil pesos a las familias de seis lesionados que fallecieron después de 1992 y que jamás han recibido dinero alguno del estado”.

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I

Lilia se despertó en una cama de hospital. Era la noche del 24 de abril de 1992. Hasta ese momento supo realmente lo que había sucedido: unas explosiones habían sacudido una parte de la ciudad de Guadalajara; se habían caído casas, levantado el pavimento y un montón de gente falleció. No era un accidente del transporte público ni un tanque de gas que había estallado, como al principio supuso Lilia. No. Fueron unas explosiones que pusieron a la ciudad de Guadalajara de luto, llena de lágrimas y sinsabor por todos lados.

Ahí, en el Hospital de Zoquipan, a Lilia le trataron de reconstruir sus piernas. Querían los doctores salvarlas. Le hicieron 13 cirugías para rehacer lo que se pudiera. Dice ella, como con orgullo de haber sobrevivido a tantos bisturíes: “trece cirugías, una cada tercer día, restituyendo tejidos, haciendo injertos”.

Había esperanza, y es que los médicos se pusieron tercos, pero al final tuvieron que aceptar la derrota: el 13 de mayo de 1992, a Lilia Ruiz Chávez le amputaron su pierna izquierda. Hasta 1995, ella, que había salido el 22 de abril de 1992 de su casa con la intención de ir a trabajar a un negocio familiar, le habían practicado 19 intervenciones quirúrgicas. Sí, a Lilia, ese miércoles 22 de abril la vida se le piso canija, se le puso bien complicada.

El caos se apoderó de la ciudad. Y también del gobierno. Y es que las autoridades estatales no supieron cómo reaccionar ante el desastre que había provocado una fuga de gasolina de los ductos de la empresa paraestatal Petróleos Mexicanos (Pemex). El entonces gobernador de Jalisco, Guillermo Cosío Viadurri, unas horas después de la tragedia, declaró a la prensa que “todo estaba bajo control”, y que pronto la ciudad “retornaría a la normalidad”.

Se indultó él mismo y evadió su parte de delito, su parte de asesino: “aclaro de manera definitiva que todos hemos construido esta ciudad, la hemos hecho con virtudes y defectos, le hemos dado soluciones ideales y otras que no lo son; [por lo tanto] tendríamos [todos] responsabilidades [en las explosiones]”. La culpa era de todos, y cuando las culpas son de de todos, son también de nadie.

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En las calles, la realidad planteada por el gobierno era bien diferente a la realidad, digamos, real: cientos de personas salieron de sus casas a ayudar en las labores de rescate. Se enfrentaron a las toneladas de escombro, a las escenas dantescas y desgarradoras de cuerpos mutilados, de cuerpos sin vida y olor muerte: a la impotencia.

También se enfrentaron a la maquinaria pesada que, desde el ayuntamiento tapatío encabezado por Enrique Dau Flores, se mandó unas horas después de ocurridas las explosiones. María del Refugio Martín Franco, una lesionada, recuerda una de las cosas que esas moles de metal mecánicas realizaron: “Esas máquinas hicieron un matadero de gente.

Me cuenta mi hijo que cuando él andaba buscándome, llegaron y él se puso enfrente de ellas y les dijo: ‘no van a meter máquinas porque todavía hay gente viva’, pero no hicieron caso. Metieron las máquinas y sacaron un muchacho ensartado en las tenazas, ya partido a la mitad. Fueron las máquinas de Dau Flores, porque querían que estuviera más o menos bonito todo para cuando viniera el presidente. Se llamaba Santos el muchacho. Era de los Altos de Jalisco”, recuerda Martín Franco.

Explosiones del 22 de Abril en Guadalajara

II

22 de abril de 2010, exactamente hace un año: han pasado 18 años de las explosiones y los lesionados continúan exigiendo justicia. Ella, Lilia, parada en el centro de la plaza de Analco (lugar de reunión del barrio donde sucedieron las explosiones) sin micrófono, lee parte del pliego petitorio que lleva cada aniversario de la catástrofe, y que modifica conforme se van cumpliendo los objetivos. Y lo lee siempre con voz fuerte, bien fuerte, para que se escuche: “En el punto 3) pedimos vivienda para 12 compañeros lesionados que carecen de ella y que están imposibilitados, por su discapacidad, para hacerse de una”.

Lilia Chávez Ruiz en una de las conmemoraciones de las explosiones del 22 de abril en Guadalajara. Foto: Alejandra Leyva

Lilia Chávez Ruiz en una de las conmemoraciones de las explosiones del 22 de abril en Guadalajara. Foto: Alejandra Leyva

I

Lilia salió del hospital y anduvo bien deprimida. Eso de perder una pierna a cualquiera lo llena de melancolía e impotencia. Trataba de superarlo, de mirar “lo bueno” de la vida, de valorar que andaba viva y que no se puso muerta ese 22 de abril de 1992. Pero todo eso es complicado cuando se mira uno para abajo y ve su cuerpo mutilado. En una hoja que le servía como diario, escribió Lilia acerca del tiempo que había transcurrido entre la catástrofe y el comienzo del año 1994: “depresión y tristeza. Desahogo. No deseaba trabajar ni vivir sin una pierna”.

Las esperanzas son escurridizas cuando la desgracia se lleva dentro de uno. Muchos lesionados por las explosiones del 22 de abril pasaron de la salud a la no salud, y también se quedaron sin trabajo, sin poder realizar las actividades que antes realizaban: se les vinieron las carencias económicas y de repente se vieron habitando la pobreza.

No solamente era la depresión psicológica y las heridas que les dolían, también era la falta de perspectivas halagüeñas para el futuro. Sí, la vida a Lilia y a los demás lesionados del 22 de abril se les había puesto canija, bien complicada.

Pedro Serrato, lesionado por las explosiones del 22 de abril, con los ojos a punto del llanto en un país donde los hombres –establece la cultura machista– están imposibilitados para llorar, menciona que él quería ponerse muerto: se iba a suicidar. Antes de la catástrofe trabajaba en la construcción, y después ya no pudo hacer nada. Todo el cuerpo le dolía.

Andaba de una operación en otra, le nacían enfermedades a cada rato: “me ha sido imposible trabajar en lo mismo. Ha sido todo esto un proceso de una operación tras otra, cuando no se enferma uno de una cosa es otra, yo he tratado de encontrar un trabajo, desgraciadamente por las enfermedades, y por la discapacidad que uno tiene, no donde quiera a uno le dan trabajo”.

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Muchos lesionados quedaron impedidos para laborar, para hacer su vida cotidiana como antes de la catástrofe la hacían: Margarita Barrón describe bien esto cuando cuenta su calvario provocado a raíz de ese miércoles 22 de abril: “Hospitalizada duré como un mes después de las explosiones. Después me operaron. Pero de nada sirvió, porque me dejaron igual: nomás me abrieron, me vieron y me cerraron.

Entonces yo seguía con molestias, pues traía los intestinos de fuera. El primer año [después del siniestro] no podía caminar, al segundo fue cuando me hicieron la cirugía donde me cortaron la pared abdominal, y me pusieron una malla de lado a lado. Quedé diabética, quedé hipertensa, así que yo tengo muchas enfermedades a raíz del 22 de abril”.

¿Qué hacer cuando la vida se pone nublada y sólo se espera desazón?, ¿de dónde se saca la energía para seguir viviendo cuando el cuerpo se mira medio muerto? ¿Dónde encontrar esperanzas? Para los lesionados por las explosiones del 22 de abril, la vida se les ponía canija, bien complicada.

El cuerpo les dolía, y para que no les anduviera doliendo tanto, precisaban medicina, y la medicina no se regala: había que invertir grandes cantidades de dinero en comprar lo necesario para paliar un poco el dolor. Y también para remediar los males: médicos, operaciones, hospitales y un largo etcétera. Pero, ¿cómo obtener dinero si uno está impedido para trabajar?

Cuando sucedieron las explosiones, la prensa, las organizaciones civiles y la gente de Guadalajara, la de México y también la del mundo, ponían los ojos en las desgracias y en los desgraciados: se mandaron víveres, medicina, dinero para que se repartiera. Conforme fue pasando el tiempo, y la tragedia ya no fue noticia, los lesionados permanentes se quedaron como huérfanos.

El Patronato de Reconstrucción de la zona afectada, un órgano gubernamental creado para atender todo lo relativo al desastre, meses después de la tragedia decidió que ya no iba más, que los lesionados ya no recibirían ayuda médica, que era suficiente.

El presidente de dicho organismo, Gabriel Covarrubias Ibarra, le mandó una misiva el 17 de mayo de 1993 al médico Alfredo Cornejo Aguiar, encargado de revisar a los lesionados, para que no los atendiera más.

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Decía la carta: “Sirva la presente para manifestarle de acuerdo a la ley y conforme los acuerdos de este Patronato, las personas lesionadas con motivo del pasado 22 de abril de 1992, a las cuales ya les fueron cubiertos sus pagos por concepto de indemnización total o parcial permanente, ya no estamos en aptitud jurídica ni administrativa de cubrir gastos médicos de cualquier índole. […] Le rogamos tomar debida nota de lo anterior, en el entendido de que cualquier servicio o erogación que requieran [los lesionados] tendrá que ser por exclusiva cuenta”. Sí, a los lesionados la vida se les ponía canija, bien complicada.

En los inicios, la asociación Abril en Guadalajara A.C. FOTO: Archivo Personal Lilia Ruiz Chávez.

En los inicios, la asociación Abril en Guadalajara A.C. FOTO: Archivo Personal Lilia Ruiz Chávez.

II

22 de abril de 2010, exactamente hace un año. Las miradas se dirigen a ella que habla, que habla sin detenerse, que habla aguantándose las lágrimas. Ella, sí, Lilia, que lee el pliego petitorio de la asociación civil 22 de Abril en Guadalajara: “4) Que se trabaje para que exista prevención de desastres y no se repita un 22 de abril; 5) Respeto a la autonomía de nuestra organización”.

22 de abril del 2013. El camino de ponerse respondones ante las autoridades, muchas veces, resulta ser la única vía para sobrevivir. Así lo experimentaron los lesionados del 22 de abril. Si se hubieran quedado callados, si hubiera obedecido las palabras de quienes gobernaban en ese entonces Jalisco, si no se hubieran organizado, ni se hubieran puesto a exigir, jamás hubieran obtenido lo que hasta ahora han logrado: una pensión más o menos digna, atención médica, medicinas y un consultorio exclusivo para ellos en el Hospital General de Occidente. Pero, ¿cómo se obtuvo esto? A través de la lucha, de la lucha y nada más que de la lucha.

El 3 de mayo de 1993, varios lesionados formaron una asociación civil llamada Abril en Guadalajara. Primero se buscó reunir al mayor número de lesionados para que, a partir de la organización, se pudiera hacer frente al desdén de las autoridades.

Al principio todo fue difícil, y es que nadie nace sabiendo ser luchador social: eso de conocer las entrañas de la burocracia de los gobiernos mexicanos, de saber a dónde acudir, cómo pelear lo que se cree justo, cómo exigir, sólo lo enseña la práctica.

A raíz de la incorporación a Abril en Guadalajara de Lilia Ruiz Chávez, las acciones se hicieron más organizadas y radicales. Y es que a veces la radicalidad es el único camino.

Dice Ruiz Chávez: “Cuando empezamos a luchar, pues lo primero que a mí se me ocurrió, todavía yo no sabía qué hacer, fue pedir a la gente que viniéramos todos juntos a Palacio de Gobierno. Hicimos carteles, y como estábamos en silla de ruedas (en ese tiempo, todos, la mayoría, estábamos o en silla de ruedas o dependiendo de una andadera o de unas muletas). ¿A qué? Yo ni sabía a qué. Yo había entrado a Palacio de Gobierno a llevar a mis hijos a conocerlo, a que supieran dónde estaba la oficina del gobernador. Pero jamás había yo participado en una situación así. Hasta en ese entonces”.

Arturo Zamora en Palacio de Gobierno, al atender a los lesionados del 22 de abril en 1994. FOTO: Archivo particular de Lilia Ruiz Chávez.

Arturo Zamora en Palacio de Gobierno, al atender a los lesionados del 22 de abril en 1994. FOTO: Archivo particular de Lilia Ruiz Chávez.

Sin experiencia en eso de moverse para conseguir algo ante el gobierno, todavía doliéndoles demasiado el cuerpo, los lesionados comenzaron a exigir, los lesionados comenzaron a ponerse respondones, los lesionados comenzaron a enseñar eso que muchos se guardan toda su vida: la dignidad.

Los logros se fueron dando lentamente, y sólo después de reuniones aquí y allá, de ir de un lado para otro, de manifestaciones y plantones, de ponerse recios ante lo que parecía imposible. En mayo de 1994 firmó la asociación un convenio con la Secretaría de Desarrollo Rural, donde se estableció una pequeña mensualidad para cada lesionado, apoyo para vivienda, becas para los hijos de los afectados, despensas, empleo y atención médica.

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De todos los puntos signados, solamente se cumplió el de la mensualidad y el de las becas para los hijos de lesionados.

Todo siempre en un constante estira y afloja: se cancelaban las mensualidades, después se reiniciaban, y nuevamente se cancelaban. Seguían los lesionados como huérfanos, doliéndoles el cuerpo y sin esperanzas, sin futuro que sonriera.

Fueron con el presidente municipal, fueron con el gobernador, fueron a Los Pinos con el presidente, anduvieron de secretaría en secretaría, de oficina gubernamental en oficina gubernamental. Unos días los atendían, otros no. Se movían lentamente, con dolores, y es que sus lesiones las llevan para toda la vida, y las llevan a donde van.

Algunos funcionarios públicos los atendieron, otros no. Y de los que los atendieron, algunos cumplieron las promesas hechas, otros más arguyeron imposibilidad, constitucionalidades que impedían el apoyo, que entorpecían que los lesionados tuvieran esperanza. Así se les fueron los años a quienes las explosiones del 22 de abril de 1992, en la ciudad de Guadalajara, los dejaron lisiados, metidos en la desesperanza, expulsados con rumbo a la pobreza.

En 1999, los lesionados vía manifestaciones, conversaciones, plantones y un sinfín de estrategias más, lograron que se instituyera un Fideicomiso de Apoyo de Seguridad Social (Fiass) para que la vida se les hiciera un poco menos dura, un poco menos triste.

El monto inicial para echar a andar el Fiass fue de un millón de pesos, y lo dio el gobierno del Estado. Esa cantidad, pronto, se agotaría. Y es que el dinero era poco, si lo comparamos con lo que se gastan, todos los días y en cuestiones intrascendentes (como comilonas, viajes y demás nimiedades), los funcionarios de alto nivel.

Para quienes habían perdido con las explosiones la posibilidad de volver a trabajar, un millón no era suficiente. Los intereses que dicho capital produjera no alcanzarían para mucho: habían dado un paso, sí, pero faltaban más. Ahí no quedaba su lucha, ahí ellos no se callaban. Por eso anduvieron de reunión en reunión, haciendo protesta, haciendo presión, haciendo que el Estado, quien los había dejado así, les restituyera aunque fuera algo de la calidad de vida que disfrutaban antes de las explosiones.

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Hicieron marchas, trataron de concientizar a la población de que ellos estaban ahí, que seguían ahí, que no se habían caído, que no se habían vencido. Pidieron no olvido. Se plantaron en Palacio de Gobierno para exigir, redactaron infinidad de oficios para cumplir con las “normas” vigentes de la burocracia, fueron de aquí para allá, se movieron, les nació la esperanza y el coraje no se les murió.

Protesta 22 de abril; explosiones; Guadalajara; Estela

Protesta por las explosiones del 22 de abril. Foto: Alejandra Leyva

II

22 de abril de 2010, exactamente hace un año: Lilia Ruiz Chávez, líder de los lesionados por las explosiones del 22 de abril de 1992, se lleva el brazo a la frente y recoge gotas de sudor, las seca. El día es soleado. Ella lee:

“6) Exigimos que los diputados integrantes de la comisión 22 de Abril ingresen al comité técnico del Fiass, para asegurar transparencia. Y que se mande, a cada fideicomisario, un informe mensual del manejo de los recursos; 7) demandamos que se construya el monumento del arquitecto Juan Lanzagorta Vallín, obra que el gobierno se comprometió a realizar; 8) pedimos el ingreso de 14 compañeros al Fideicomiso, quienes resultaron unos con lesiones sangrantes y otros con afectaciones psicológicas, y los demás enfermos de diabetes que les está provocando mayores daños que a los que perdimos parte de nuestro cuerpo”.

Memorial a las víctimas de las explosiones del 22 de abril de 1992 en Guadalajara. Foto: Mariana MHL/Flickr

Memorial a las víctimas de las explosiones del 22 de abril de 1992 en Guadalajara. Foto: Mariana MHL/Flickr

I

Un día del año 2000, después de haber hecho un montón de diligencias para que la pensión que recibían fuera un poco más digna, el Poder Legislativo estatal aprobó incrementar el monto del Fiass. Habían convencido a diputados, funcionarios y a la opinión pública. Pero no a todos. El gobernador de ese entonces, el panista Alberto Cárdenas Jiménez, vetó la decisión de aumentar las pensiones.

Los lesionados tomaron el recinto legislativo y dijeron, bien clarito, en voz de Lilia Ruiz Chávez: “Aquí vamos a permanecer hasta que se resuelva este asunto; no nos moveremos”. Al final los lesionados ganaron. Su tesón, terquedad y necesidad los hicieron triunfar: lograron que se incrementaran las pensiones y el gobernador perdió. Ese día hubo júbilo, y la esperanza se puso viva. Faltaba más, y es que siempre falta más para los lesionados. Pero la lucha daba victoria, la lucha daba sonrisas: alegrías.

Explosiones 22 abril de 1992

Explosiones en el barrio de Analco de Guadalajara, Jalisco el 22 de abril de 1992. Foto: Archivo

II

22 de abril de 2010, exactamente hace un año. Lilia sabe que eso de las heridas no se cura, que quedan y no se van. Y también sabe que para lograr algo en este país se precisa luchar, organizarse, ponerse necios y respondones. Si no se hace así, no hay éxito. Lo sabe bien.

El pliego petitorio que ahora lee, en abril de 2010, 18 años después de la tragedia, ha variado, pero contiene la misma esencia: que a los lesionados se les dé aunque sea un poco de justicia. Su voz es nítida: “9) que nosotros, los lesionados, tengamos representatividad en el comité técnico del Fiass, y que ésta sea real y no ficticia, como hasta ahora ha sido: que tengamos el mismo número de representantes que los del gobierno y que haya igualdad; 10) deseamos mejoras en la atención médica, para que sea verdaderamente integral, y expedita, tanto en el consultorio 22 de abril como en los de especialidades, y cuando sea necesario, que se nos dé atención médica fuera del Hospital General de Occidente”.

Explosiones del 22 de abril en Guadalajara

I

La lucha para los lesionados del 22 de abril no ha sido fácil. Han ido de aquí para allá y han luchado por todos lados. En julio de 2001, casi diez años después de la tragedia, andaban movilizados, pidiendo jirones de justicia. Los dineros del Fiass no eran suficientes. Después de arduas negociaciones, en 1999 (al finalizar el sexenio de Ernesto Zedillo) lograron que Pemex “donara” 40 millones de pesos para incrementar las arcas del Fideicomiso.

Era ya 2001 y no se había depositado ningún recurso. Dos años de espera para gente que precisa el dinero pronto para sobrevivir. Por eso se hartaron de las esperas y decidieron conducir sus pasos hacia la capital del país. Allá se fueron, a la urbe, a la capital, a la ciudad inmensa donde se decide casi todo lo que acaece en el país.

Se montaron en un camión 40 lesionados para exigirle a Pemex, la empresa responsable de la catástrofe (que jamás admitió el hecho y que fue exonerada por el gobierno federal de toda culpabilidad), que diera ya los millones de pesos que había prometido.

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El camión que los condujo al centro del país llevaba una manta que decía, en letras grandes, bien grandes: “Lesionados del 22 de abril rumbo a México en busca de justicia”. Al llegar a las oficinas administrativas de la paraestatal, un montón de gente de seguridad les impidió el acceso. Aunque ya existía una cita con el director de la empresa, Raúl Muñoz Leos, los encargados de resguardar las instalaciones de Pemex no quisieron dejar entrar a los lesionados. Se hicieron de palabras.

Al final, Saúl López de la Torre, ejecutivo menor de la empresa, salió y los atendió. Pero sabían los lesionados (porque eso lo enseña la experiencia de mil citas concertadas con los titulares y celebradas con los segundones) que se precisaba hablar con el jefe, con quien tenía el poder de decisión.

Como una acción contundente ante el desdén gubernamental, los lesionados se quedaron en México, pernoctando afuera de las instalaciones de Pemex. Les surgió la idea de movilizarse en la mera capital del país. Pemex alegaba, al principio, que la cantidad de la donación no había sido autorizada aún por el Consejo de Administración. Después se desdijo (esa costumbre tan acendrada en las administraciones públicas del país) y adujo que sí se había autorizado, pero que estaba en trámites la gestión con la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

La cosa andaba lenta. Por eso asistieron los lesionados a la Cámara de Diputados y hablaron con varios miembros de ese órgano de poder. Lograron que el Legislativo mandara un comunicado a la SHCP solicitando, de “no haber inconveniente jurídico alguno, se informe a la Cámara Baja sobre el trámite de la transferencia de recursos solicitada por Pemex para el fideicomiso de los lesionados”.

La SHCP informó que el dinero ya andaba en las arcas de Pemex. Todo decían que el dinero lo tenían los otros, que andaban los millones de allá para acá, que no venían, que ya se habían ido, que se quedaron allá, que ya no andaban acá… Fue hasta febrero de 2002 cuando, después de un periplo del dinero que no se supo jamás dónde anduvo (ni los intereses que produjo), que por fin se integraron los 40 millones al Fiass, para que de ahí pudieran sobrevivir los afectados por las explosiones. Y es que, para los lesionados por la catástrofe del 22 de abril de 1992, la vida se les ha puesto canija, bien complicada.

Explosiones del 22 de abril en Guadalajara

II

22 de abril de 2010, exactamente hace un año: Lilia termina su alocución. Los periodistas comienzan a retirarse: ha sido un aniversario más de las explosiones del 22 de abril. En las radios los locutores platican del acto y rememoran lo sucedido hace 18 años.

Los periódicos publican reportajes sobre el caso, fotografías de calles destruidas y de gente buscando gente entre los escombros. Las televisoras locales, en sus noticieros, enseñan imágenes de los “actos” realizados en “un aniversario más”. Los lesionados se retiran juntos de la plaza de Analco. Nadie los sigue. Se llevan con ellos sus dolores, sus heridas, sus discapacidades y sus cuitas. Se van ellos, bien solitarios. Hay todavía mucho por hablar, mucho por decidir, mucho por luchar, y es que han aprendido que la vida es canija, que la vida, para ellos, es bien complicada.

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Lilia Ruiz Chávez, presidenta de la asociación 22 de Abril en Guadalajara. Foto: Arturo Guzmán Siordia

Lilia Ruiz Chávez, presidenta de la asociación 22 de Abril en Guadalajara. Foto: Arturo Guzmán Siordia

Colofón

Se cumplen 19 años de las explosiones del 22 de abril de 1992. El recuerdo lucha contra la indiferencia: es una batalla constante. Muchos ya olvidaron los hechos sombríos que llenaron de sangre y muerte a la ciudad de Guadalajara.

Hoy, las diversas autoridades (de distintos signos políticos), casi como un acto protocolario, conmemorarán los fatídicos sucesos de aquel miércoles 22 de abril de 1992. Para los actuales funcionarios públicos y buena parte de los tapatíos, es un día como cualquier otro.

Sin embargo, para los lesionados, es algo más: siguen pugnando por justicia, siguen deseando que se les restituya algo de lo que les robó el desastre…, les sigue doliendo la catástrofe. Ellos, los lesionados, llevan la tragedia dentro. Y no se les quita. Jamás se les irá.

*Esta crónica fue publicada el 22 de abril de 2011 en el diario La Jornada Jalisco, con el titulo “A 19 años de la tragedia: la culpa de todos y el autoindulto oficial” y fue galardonada con el Premio Jalisco de periodismo de ese mismo año.

Jorge Gómez Naredo
Escrito por

Profesor en universidad pública. Fundador, junto con Jaime Avilés y César Huerta, de la Revista Polemón.

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