Para nadie es un misterio: la marcha de ayer era muy complicada. No sólo porque había manifestantes radicales que buscaban realizar destrozos para visibilizar su lucha, sino también porque había gente infiltrada que buscaba reventar todo.
La derecha, que no es misterio, estaba atenta a lo que sucediera. A cualquier acto violento de algún policía lo llamarían “represión”. A cualquier enfrentamiento, dirían que Andrés Manuel López Obrador es un dictador y lo peor de lo peor.
Hubo desmanes. Vidrios rotos. Vallas tiradas. Y quizás lo más complejo: a manifestantes prendiéndole fuego a policías que resistían.
Foto: Araceli López / Milenio.
No hubo, después de la marcha, ninguna acción de persecución. No hubo un “contrataque”. No hubo, como ha habido en muchos otros lugares en muchos otros tiempos, a policías, con tolete en mano, golpeando a manifestantes.
No hubo nada de eso. No hubo represión. Y eso es de resaltar.
Que no hubiera habido represión molestó mucho a la oposición. Y por eso pronto afirmaron, fuera lo que fuera, que Andrés Manuel encabezaba un gobierno violento, que reprimía a la gente. Se mencionó que era peor que Gustavo Díaz Ordaz, y que lo que estaba sucediendo era como la masacre de Tlatelolco. Incluso acusaron que artefactos anti-drones eran rifles y que pronto se les estaría disparando a las manifestantes en el Zócalo de la Ciudad de México.
La apuesta de la oposición ayer fue a la represión. A la sangre. A la violencia desbordada. Y por más mensajes que pusieron en redes sociales (sus bots y sus voceros) afirmando que “había represión” y que “el gobierno estaba masacrando” a las manifestantes, no les salió.
Y por eso hoy amanecieron más enojados. Más desesperados. Más encabronados.