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Crónicas

Yo, sin etiquetas

Siempre tuve dudas que me carcomían el alma. Las cosas que imaginaba y deseaba me hacían sentir culpable, como si hubiera algo malo en mí. Fue una época de caos, de temor a mí misma, a que se me notara, a ser descubierta y juzgada por mi familia y amigos.

Pensaba que era lesbiana porque me gustaba ver mujeres y soñaba romances imposibles con compañeras del colegio. Sé que esto no me pasaba por casualidad. De pequeña había jugado al amor con mis primas. Nos habíamos tocado y besado, pero había sido sólo un juego, nunca algo sentimental. Además, éramos tan pequeñas que ni siquiera sabíamos bien lo que hacíamos o hasta dónde podíamos llegar con esos juegos.

A los catorce años me expulsaron del colegio por besar a una chica. Una experiencia que me marcó para toda la vida. No sólo porque me descubrieron, sino porque el juicio más duro fue el de mi mamá. Como consecuencia pasé un tiempo en el internado del Sagrado Corazón de Jesús. Un lugar muy oscuro y triste que es utilizado para disciplinar niñas rebeldes, pero que iluminó para mí, con amor maternal, obsesivo e ilícito, la madre Eudith.

Cuando regresé a casa estaba decidida a hacer a un lado mi deseo prohibido. El temor a ser descubierta nuevamente era más grande que mi curiosidad. Sólo pensar lo que diría mi madre me deprimía al punto de no querer vivir. También estaba la cuestión de la sociedad, siempre dispuesta a señalar, acusar y juzgar con ideologías retrógradas. Pero bueno, la verdad es que esto que me pasaba ni yo misma lo comprendía.

Por otra parte, también me sentía atraída por los hombres mayores que yo. Nunca me interesaron los chicos de mi edad, así que durante un tiempo me enfoqué solamente en los hombres, intentando dormir esa parte de mí que sentía atracción hacia las mujeres. Pero es que tampoco había muchas oportunidades de hacer realidad mis deseos. ¿A quién le iba a pedir que experimentara conmigo?

"No hay peor soledad que la de un joven entre los 15 y los 20 años": Poniatowska. Foto: Matteo77/Flickr

“No hay peor soledad que la de un joven entre los 15 y los 20 años”: Poniatowska. Foto: Matteo77/Flickr

Internet me dio otra perspectiva de las cosas y la oportunidad de explorar mi sexualidad de una manera diferente. Pasaba noches enteras en chats para adultos. A esa edad ya tenía la imaginación muy desarrollada y me inventaba personajes que a los hombres les gustaban. Eso sí, si había otra mujer en la sala intentaba llamar su atención descaradamente. Era difícil, porque la mayoría de los que estaban ahí eran hombres, los demás eran hombres que se hacían pasar por mujeres y las que sí eran mujeres dudaban que yo fuera mujer. De cualquier manera mis noches ahí eran divertidas y excitantes.

Una de esas noches conocí en el chat a LaReinaCarapan. Una mujer mayor que yo, pero que pensaba como yo y vivía en la misma ciudad. Mentí sobre mi edad para que no me rechazara. Al principio desconfiaba un poco de mí, pero la conversación fue agradable y todo salió bien. La noche siguiente regresé al chat y ahí estaba ella, esperándome. Platicamos esa noche y muchas noches más. Hablábamos de todo, de cualquier cosa, no sólo de sexo, sino de cosas de nuestra vida, nuestros días, nuestros gustos y hasta de hombres, libros y telenovelas.

Un día dijo que quería conocerme y propuso encontrarnos en algún lugar. La idea me frikeó mucho porque hasta entonces había querido mantenerme en el plano cibernético, donde todo es fantasía. Además ella era mayor que yo. Intenté un par de evasivas pero al final no pude negarme. Había buena química entre nosotras, me sentía muy identificada con ella y también quería ver cómo era físicamente. Le dije a mi madre que después del colegio iría a estudiar a la casa de una amiga. Sabía que cuando se trataba de asuntos de la escuela nunca me negaba los permisos.

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Caminé unas tres cuadras desde el colegio hasta el lugar donde habíamos quedado. Iba cargando el bolso con los libros escolares y hacía un calor de los mil demonios. Cuando llegué tenía la ropa pegada al cuerpo por el sudor y estuve a punto de darme la vuelta e irme a casa, pero encontré el Nissan rojo bajo la sombra de un árbol y quise echar un vistazo antes.

"Me esperaba debajo de un árbol". Foto: Silvia Sugasti/Flickr

“Me esperaba debajo de un árbol”. Foto: Silvia Sugasti/Flickr

Pasé un par de veces junto al auto, intentando verla desde afuera pero la sombra del árbol reflejaba mi imagen y no me permitía ver el interior. Finalmente me armé de valor, abrí la puerta del pasajero, tiré el bolso en el asiento trasero y me senté junto a ella temblando de nervios.

Tendrían que haber visto su cara de asombro. Pero qué… ¿Qué pasa? Sabía que reaccionaría así. Había mentido sobre mi edad y además en ese tiempo tenía el cabello muy corto –como lo usaba la madre Eudith– que me hacía ver aún más joven. Le supliqué que nos fuéramos de ahí porque podría llegar mi mamá. Arrancó el auto y avanzó sin prisa, como dudando si no sería mejor darme una patada en el trasero y librarse de mí.

Condujo hasta un parque muy alejado porque yo temía que alguien me reconociera. Estaba segura que si me veían con ella inmediatamente sabrían que algo se estaba cocinando ahí. Cuando detuvo el auto me miró durante unos minutos, como si no lo pudiera creer, después me interrogó como agente de la Gestapo.

–Soy bastante mayor de lo que parezco –dije, con seriedad–. La gente siempre lo comenta. Tengo cara de niña.
–¿Cuántos años tienes?
–Dieciocho –mentí.

Se echó a reír. Era obvio que estaba muy nerviosa. Intenté tranquilizarla diciéndole que en realidad no estábamos haciendo nada malo. Sólo queríamos conocernos y platicar. Al menos no soy la mata viejitas. Me miró y reímos a carcajadas. Fue entonces cuando me atreví a verla a los ojos. Era delgada, de piel blanca pero con el cabello negro alborotado, cejas muy pobladas pero muy bien arregladas, ojos aceituna, labios color rosa, dientes muy blancos y una sonrisa por la que te quieres morir.

–¿Por qué estás aquí? ¿Tienes problemas?
–Uff… Muchos.
–¿Tienen arreglo?
–Creo que no –respondí–. Estaba pensando en eso cuando venía para acá.
–Quizá pueda ayudarte en algo –dijo–. Quizá no sea tan difícil.
–No puedes ayudarme –dije con una sonrisa–. Así que no le demos más vueltas. Estoy harta de que la gente me juzgue y me gustaría que me contaras cosas alegres.

Estuvimos ahí, en su automóvil platicando de esto y de aquello hasta que empezó a oscurecer. Me llevó de regreso al colegio y cuando se detuvo le pregunté si la volvería a ver.

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Nos vimos tres veces más en el mismo lugar. De su marido nunca dijo nada y yo no quise preguntar. El chat fue sustituido por el teléfono. Pasábamos horas hablando de mil cosas. Mis padres me regañaban porque ocupaba la línea todo el tiempo. Eso sí, cuando quería hablar de sexo ella se hacía la tonta y le daba la vuelta a la conversación. No quiero ir a la cárcel por caliente. Evitaba el tema, y lo evitó hasta que ya no fue posible.

La siguiente vez que nos vimos hicimos lo de rutina. Yo tenía que estudiar. Ella pasaba por mí al colegio y nos íbamos al parque. Ahí, en su auto me besó por primera vez. Un beso muy tierno con sabor a fresa. Había gente caminando junto a nosotras pero no nos importó. Entre besos me preguntó si me estaba gustando y mi respuesta fue besarla con más pasión.

Tomé su mano entre mis manos y la llevé bajo la falda de mi uniforme. ¿Estás segura? Quise decirle que no estaba segura de nada pero en lugar de eso acaricié torpemente sus senos. Inmediatamente inició una exploración frenética y deliciosa en mi entrepierna. Su lengua jugaba con la mía, sus dedos acariciaban mi humedad y yo me sentía en las nubes con las mejillas coloradas y muy calientes. Tenemos que irnos de aquí. Arrancó el vehículo y condujo unos veinte minutos hasta su casa.

Vivía en una zona de gente rica. Entró a la casa con la seguridad de que no había nadie y me llevó a su dormitorio. Se sentó en la cama y me miró en silencio. Quizá esperaba librarse de cualquier culpa si yo daba el primer paso. La niña fue la que empezó todo, señor juez. Caminé por la habitación inspeccionando la decoración y acariciando la tela de los muebles con las yemas de los dedos. En el tocador había una foto de ella con su marido.

"En el tocador estaba la foto de su marido". Foto: José María Orsini/Flickr

“En el tocador estaba la foto de su marido”. Foto: José María Orsini/Flickr

–Es guapo. ¿Lo amas?
–Sí. Es un hombre muy bueno.
–¿Entonces?
-Soy rara. Lo amo, pero también podría enamorarme de ti.

Cerré las cortinas y apagué las luces. Ámame como dijiste que lo harías. Esa tarde La Reina Carapan coronó a su princesa. Nunca olvidaré su mirada cuando asomó su rostro entre mis piernas, tenía en los labios una sonrisa maliciosa, como diciendo te voy a llevar al cielo.

Regresé a casa de noche con una alegría en el alma que me duró semanas. Deseaba pasar más tiempo con ella pero cada vez era más difícil vernos. En casa dije que por las tardes tomaría clases privadas de español e historia con una señora que se llamaba Ana porque no encontraba otro pretexto para justificar mi amistad con una mujer mayor, así que teníamos que vernos en su casa o en el parque, siempre a escondidas y las excusas de los estudios no podían ser todos los días. Eran tiempos extraños porque vivíamos en una constante paranoia de ser descubiertas.

Ella me enseñó que no soy lesbiana, ni bisexual. Simplemente soy yo, sin etiquetas, capaz de hacer lo que yo quiera y vivir tranquila con eso. Todo es perfecto cuando nada te importa.

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*Escritora veracruzana nacida en 1988. Publica viñetas de la vida cotidiana en su página valeariaqueriabesarme

Valeria Torres
Escrito por

Escritora veracruzana nacida en 1988. Licenciatura en Comunicación. Me gusta escribir. Guerrera/Maga Nivel 52. (El cuerpo se vende por separado).

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