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El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

Crónicas

Recuerdos del festival de Avándaro 44 años después

Hace muchos, pero muchos años, el 11 de septiembre de 1971, con el recuerdo de Tlatelolco fresco en la memoria, e incluso revitalizado por el halconazo del “jueves de corpus”, un montón, un madral, el resto de chavas y chavos (unos 400 mil, más o menos) nos reunimos a celebrar (¡y vaya que celebramos!) la vida por el único y muy simple motivo de estar vivos. Aquello fue un verdadero relajo. Un auténtico reventón. Una bacanal. Un desmadre. No sé cómo las h hautoridades de haquel hentonces, tan represoras, permitieron haquello. La tira (como había empezado a llamársele a la policía) atacaba en la ciudad todo lo que se moviera y fuera joven. Los porros despolitizaban a punta de madrazos. Escamados, los adultos nos miraban con recelo. Los chavos, las chavas (si no todos, la mayoría, y si no, por lo menos muchos, muchísimos) esgrimíamos contra todo ese ambiente de gris represión y desacuerdo hacia nuestros actos, una actitud desenfadada y retadora, renovadora a más no poder, agresiva de vez en cuando y desenfrenada cuando se prestaba la ocasión.

El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

Estábamos hasta el gorro, hasta la mismísima madre de la represión y se lo hacíamos saber al universo llevando hasta el límite nuestro recién adquirido estilo de vida; nuestra fachosa elegancia de pantalones acampanados, playeras sueltas, sacos militares de desecho, inverosímiles colguijes y greña larga; nuestra ilusoria convicción de que cambiando cada uno de nosotros, podíamos hacer que el mundo cambiara, la vida fuera otra y llegado el tiempo anunciado en quién sabe cuál viaje de qué poderoso psicotrópico, todos seríamos libres y felices.

Los más radicales, aquellos que apostaron todo en la arena política, donde todos perdimos, se fueron a la guerrilla. Otros, tan radicales como aquéllos, pero amantes de la paz, demostraron su oposición al sistema formando comunas, donde pretendieron vivir en armonía con el cosmos. Los demás, simplemente seguimos existiendo con las contradicciones de nuestra especie, dejándonos llevar por el libre albedrío que tan sabrosamente refrescó esa época.

El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

¿Bola de mugrosos o príncipes de su estilo? Los jóvenes entonces se dividieron en dos bandos, cuyos límites no eran del todo precisos. Por un lado, los fresas, los que pasaban de la onda y se comportaban de acuerdo al manual de Carreño y los dictados de sus papás. Por el otro, los macizos u onderos; ellos actuaban como les daba la gana y, pronto, se iniciaron en el consumo de la marihuana, el peyote, los hongos, los ácidos… pregonaban un mundo utópicamente libre e igualitario. Sin embargo, ciertos onderos eran medio fresas y algunos fresas asumían actitudes y hacían suyas ideas que los acercaban a los macizos. En realidad, eso no parecía (o de plano, no era) un movimiento social. Al caminar lo que ahora escribo, pienso que el movimiento era similar al de la marea cuando sube: algo natural, cuya explicación racional nunca dará razón del por qué de la Luna, aunque sí explique su efecto sobre las aguas de los mares.

Igualitos para quien nos observara de lejos, cada uno de nosotros era diferente a los demás. No todos vestían como hippies ni todos los que sí lo hacían consumían drogas. Ni todos pensábamos igual ni nos comportábamos de la misma manera. En lo que todos coincidíamos, era en el gusto con que disfrutábamos nuestra música y el amoroso interés que le dedicábamos. El rocanrol fue nuestro signo de identidad. Amábamos a los Rolling Stones, a los Beatles, a The Animals, a la Janis, a Héndrix, a Morrison , a Zappa y sus Madres de la Invención…

El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

Sus discos eran materia preciosa, valorada más que los libros donde estudiábamos. En las escuelas, por cualquier motivo se organizaban festivales; unas tres horas después de haber suspendido clases, tocaban grupos como los tijuanos de Peace & Love y El Ritual, quienes fueron los primeros en subir al escenario ostentando greñas hasta la cintura y en agradecer con expresiones como: “Gracias, son ustedes a toda madre”, o en invitar al público a participar con comedidas arengas, como: “¡Chingue su madre el que no cante!” A veces iba el Three Souls in my Mind, que nos maravillaba con sus letras groseras, soportadas por un ritmo roquero básico, neto, movedor.

Los domingos, la onda era ir a las tardeadas realizadas en frontones, bodegas y salones de fiestas fresas, habilitados como hoyos funkie. Previo al avandarazo, se llevó a cabo un festival de todo un día en la Unidad de Estudios Profesionales de Zacatenco del Poli. Todo estuvo bien, hasta que los porros hicieron acto de presencia: inmisericordes, golpearon a un chavo y se fueron asaltando a quienes tuvieron la mala suerte de topárselos. El festival continuó en paz y fue sorprendente la cantidad y el desparpajo con el que, al aire libre y a bajo la luz del día, se fumó marihuana.

El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

Rock y ruedas

Avándaro está en Valle de Bravo, típico pueblo del estado de México, convertido en sitio de recreo para la gente bonita del De Efe. Ahí, anualmente, se llevaba a cabo una carrera de autos. El ambiente que prevalecía la noche anterior, seguramente era parecido al retratado con excelente humor por Luis Alcoriza, en su película Mecánica Nacional. El caso es que, para entretener a la concurrencia, se les ocurrió a los organizadores llevar algunos grupos de rock. Doce fueron los invitados, así habría fiesta toda la noche previa a la carrera. Y así fue. O mejor dicho, así debió haber sido. El rocanrol congregó a 400 mil jóvenes y la carrera no se llevó a cabo.

Yo salí de mi casa el viernes por la tarde. En el elevador encontré a Raúl, vecino y contador: “¿A Avándaro, maestro?” “¡Sí!” “¿Y cómo te vas?” “En camión a Toluca y luego de aventón. ¿No vas?” “Yo no, pero él sí.” Y miró al cuate que lo acompañaba. “Espérame –dijo el otro–. Voy por mis cosas.” No tardó en bajar con un morralito y un sombrero hippie. Jesús, que así se llamaba y sigue llamándose el papá de mis sobrinos (las cosas que pasan) y yo pasamos por Nico y Raúl. Emprendimos el viaje. Tranquilamente llegamos a Toluca y así habríamos llegado a Valle de Bravo, si hubiéramos abordado el que según el pregón de su cobrador era el “último camión a Avándaro… diez varos… último camión a Avándaro”. Ni lo consideramos. ¿Para qué? Iba tanta gente alivianada al festival, que segurito se pelearían para darnos un aventón.

El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

Caminando por la carretera, coincidimos con otros que también iban al festival y tampoco conseguían aventón. Procuramos, ellos y nosotros, no irnos juntos para no asustar a quienes, antes de avanzar un kilómetro más, seguramente nos darían el anhelado aventón. Y nos llovió con la furia del diluvio. Y las diferentes parvadas nos agrupamos bajo el agua. Y pasada la tormenta nos abrazó un frío ártico. Así llegamos a una ranchería y decidimos refugiarnos ahí. Pedimos posada al dueño del sitio, quien amablemente nos señaló un oscuro chiquero techado. “Ahí métanse, si quieren.” Íbamos hacia adentro cuando un rugido nos hizo recular. La acción se repitió un par de veces. Entonces, providencialmente, se detuvo un autobús que iba a Valle de Bravo. Paró ahí, porque según nos enteraríamos, unos cuates no querían pagar. El chofer no quiso abrir la puerta. Los pasajeros se apiadaron de nosotros, y por las ventanas nos ayudaron a abordar la nave. Arriba, empapados, enteleridos, cansados e incómodos, pagamos 15 pesos y continuamos el viaje.

Los inconvenientes fueron compensados por lo divertido que resultó el trayecto. De cabo a rabo, el vehículo apestaba a mota; a diferencia de lo que ocurriría durante el festival, cada uno consumía la suya, sin invitar a los otros; sólo para uno de los pasajeros abundaron las invitaciones a fumar una vez que se puso a cantar rolas de su invención, tan ingenuas como divertidas: “Todo mundo vive amargado porque vive en una simple, simple, simple… calabaza. Y yo me voy a divertir en esa simple, simple, simple… calabaza”. Alrededor de las siete de la mañana llegamos a Valle de Bravo. Por suerte, el mágico autobús nos dejó afuera de una tortillería donde pudimos echarnos un taco.

El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

Nos sumamos a la procesión que avanzaba hacia Avándaro. Tras una caminata larga pero relajada, la aparición de un cuate cubierto sólo con una camisa nos informa que, indudablemente, habíamos llegado al área del festival. Me adelanté para tomar un refresco sin invitar a mis amigos. Afán inútil: Se me acercó un desconocido y me dijo: “Invítame un refresco, ¿no?” Resignado le pagué su refresco y, apenado, esperé a mis camaradas para ofrecerles uno a ellos. En eso estaba, cuando se me acercó Javier, un conocido de Tlatelolco, al que habían expulsado de su secundaria porque algún malvado le metió un cigarro de marihuana en la bolsa y nadie creyó en su inocencia. Portaba un toque extra largo y me pide fuego para encenderlo. “¿Quieres?” “Gracias, sólo fumo tabaco.” “¿De veras?” “Sí, de veras”. Con el mismo cerillo encendí su toque y mi baronet. Él se quedó ahí, atizándose con sus cuates; yo partí con los míos a buscar dónde instalarnos. Encontramos a Ramón, compañero de la vocacional, y a Enrique, el Negro, y nos quedamos en su campamento.

Privaba un ambiente de compañerismo y solidaridad, similar al que viví cuando los sismos del 85 (al transcribir esto, recuerdo que algo similar experimenté durante el plantón del 2006). Como que todo era de todos. “¿Me regalas una torta?” “Aquí hay fruta, para los que quieran”. “Les regalo medio ácido a cada uno”. “¿Quién quiere un toque?” “Invítame un sorbo de tequila”. Cuando llegamos, un grupo de teatro interpretaba su versión de Tommy, la rockópera de The Who. Ni quién los pelara. Más tarde, un yogui nos puso a respirar y ladrar para estar todos en la misma frecuencia. Al atardecer, dos grupos de Guadalajara, uno de ellos Stone Facade, se echaron el palomazo. El ambiente se animó, al grado que un güey se encueró en lo alto de una torre, lo cual incrementó la algarabía general.

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El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

El olor a mota, siempre presente, se incrementaba conforme transcurrían las horas. Hacia las seis de la tarde, desde el escenario un tipo largaba un rollo sobre la libertad y la responsabilidad con la cual debíamos abordarla, mientras un helicóptero volaba sobre la creciente multitud. Junto a mí, dos chavos le pegaban duro al Resistol 5000. Uno de ellos, muy molesto, dijo: “Yo vine aquí a oír música… y el locutor bla bla… y el helicóptero brrrr… bla bla, brrrr… bla bla, brrrr… bla bla, brrrr… bla bla, brrrr…”. Y así se quedó un buen rato.

Mari… marihuana. Mari… marihuana. A las ocho de la noche, los Dug-Dugs iniciaron el concierto. Fue un buen principio. No recuerdo qué bandas siguieron, pero todas estuvieron a la altura. (Como recién comentó mi cuate Rafael Catana a una joven investigadora: “Al rocanrol mexicano lo caracteriza la calidad de su sonido”.) Indudablemente, lo mejor del festival ocurrió cuando tocó Peace & Love y todos cantamos: “Mari… marihuana. Mari… marihuana.” ¡Fue un prendidón! Lo malo, me enteraría al regresar a la Ciudad de México, fue que durante esa canción cortaron la transmisión en directo de Radio Juventud. Quizá porque uno de los músicos dijo: “¡chingue a su madre el que no cante!”, o por la exaltación de la yerba prohibida, o por ambas cosas, pero a partir de ese momento, nuestra música fue condenada a sobrevivir en las catacumbas durante muchos años.

El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

El Festival Avandaro. Foto: Pedro Meyer

En Avándaro la cosa siguió como si nada. Sentados y muy tranquilos disfrutábamos de la noche cuando, hasta el gorro, un cuate pasó preguntándonos a cada uno: “Oye, ¿no has visto a Édgar?” .Nadie se molesto por lo absurdo e inoportuno de la pregunta, pero sí lamentamos su regreso. Jesús lo atajó antes de que llegara hasta donde estábamos: “¿Buscas a Édgar?” “Sí”. “Se fue por allá.” Y por allá se fue tras dar cumplidas gracias.

En algún momento de la noche corrió la voz: “¡Se está encuerando una chava!” “¿Dónde? ¿Dónde?” “En el techo del camión que está junto al escenario”. Y sí, una chava muy guapa se despojó durante unos momentos de su playera y mostró los senos a la multitud. Todo iba bien. En paz y con mucho amor. Hasta que el cantante de Tequila interrumpió una rola y gritó: “¡No seas gandalla, deja a esa chava!” Yo no vi nada. Rápido la situación se normalizó. Pero nos cayó karma por la mala onda del anónimo ser: ¡Empezó a llover y falló el sonido! El agua se quitó rápido. Yo estaba exhausto y me dormí. Cuando desperté, el grupo en turno tocaba sobre un escenario casi a oscuras; prevalecía sin embargo el ambiente de camaradería y buena onda. Los del Three Souls in my Mind, comandados por Alex Lora, cerraron el festival. Ante un público cansado pero contento y receptivo, tuvieron el buen detalle de dedicar una rola de los Rolling Stones “a los tronados del 10 de junio, porque nosotros no estamos de acuerdo con lo que pasa”.

Portada de la Revista Alarma sobre Avandaro.

Portada de la Revista Alarma sobre Avandaro.

El regreso, aunque divertido, fue complicado. Mis amigos y yo tuvimos suerte. Relativamente rápido, salimos del congestionamiento de autos y personas. Para llegar a Toluca, nos trepamos al techo de un camión guajolotero. Durante el trayecto, Raúl nos hizo notar algo increíble: “¡Miren, esos cuates todavía traen mota!” Sin contratiempos, la tarde del domingo llegamos a Máxico City. Otros tardaron hasta tres días en regresar. Fuimos muchos los que nos lanzamos a esa orgía de “amor y pasón”, utilizando el título del magnífico ensayo escrito por Parménides García Saldaña y publicado por La Piedra Rodante, tabloide que era algo así como la voz del macizo.

El escándalo mediático fue inmenso. Todos satanizaron el festival, a quienes asistieron al festival, a los que se quedaron con ganas de asistir y, de paso, a todos los que de alguna u otra forma hubieran podido ir. El rock fue desterrado a las orillas de la ciudad. La Piedra Rodante fue prohibida por hacer apología del vicio… Las h hautoridades retomaron el control y la vida continúo hordenada. Eso sí, nadie nos quitó ni el gusto ni lo bailado a quienes tuvimos la suerte asistir al festival.

Transcrito, revisado y apenas aumentado en la Ciudad de México, el 10 de septiembre de 2015. Se publico originalmente en la columna Escritos al Caminar en La Cultura en Occidente, extinto suplemento cultural de El Occidental, el 18 de septiembre de 2005
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