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Crónicas

La historia del vivero que salvó muchas vidas

Por: Jorge Gómez Naredo (@jgnaredo)

De cómo llegué a donde llegué

Llegué guiado por la angustia. Abatido. Sin casi esperanzas en las ganas. Pero llegué. La historia no es larga. Tampoco corta.

Un día, en la banqueta de mi casa, una plantita muy coqueta comenzó a crecer. Le salieron flores entre naranjas y amarillas. Ah qué linda. Qué guapa: que cosa tan atractiva. Olga, quien una vez a la semana me ayuda en el quehacer de la casa, decidió que esa plantita tan bonita, allá afuera, corría peligro; era mejor protegerla y meterla a la cochera. Así lo hizo: la trasplantó.

La planta creció más. Seguro le gustó el lugar: el sol, la compañía de otras plantitas coquetas y el agua que le caía de la manguera.

Pasaron los días. Y como casi todo en esta vida, lo extraordinario se volvió cotidiano. La plantita pasó de ser coqueta a ser parte del paisaje, de lo de siempre. No novedad. No acontecimiento. Al menos eso fue hasta que…

De cómo nacieron unos gusanitos pequeñitos

 

Pantalla de mi celular en aplicación WhatsApp:

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Jorge: Alejandra, mira, me encontré un gusano. Es como un gusano quemador, pero sin pelo.

Alejandra: ¿Sin pelo?

Jorge: Sí, es medio verde y medio amarillo, y también medio negro. Y tiene como dos cabezas y en cada una como dos antenas.

Alejandra: Mmmm. A ver, mándame una foto.

Jorge: Va.

Jorge: Jorge envió una imagen.

Alejandra: ¡Eso no es un gusano quemador!

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Jorge: ¿no?

Alejandra: No, es una oruga.

Se movía lentamente. Al principio me dio miedo: ¿me hará daño? ¿Soltará una sustancia venenosa y se me caerá la piel y los ojos y el pelo? Me quedé observando ese cuerpecito que se desplazaba pausadamente.

¡Una oruga…! Mira qué interesante: “hola señora oruga… ¿O es usted señor?”

Mariposas monarcas en su face de oruga. Foto: Jorge Gómez Naredo.

Mariposas monarcas en su fase de oruga. Foto: Jorge Gómez Naredo.

Qué estúpidos solemos ser los que hemos vivido siempre en la ciudad, los que no sabemos distinguir entre un gusano quemador, una oruga y una lombriz.

 

De cómo esos recién llegados gusanitos se comieron la planta coqueta 

Las orugas resultaron ser, además de glotonas, especialitas: solamente comían la planta coqueta de flores naranjas y amarillas. No más. En menos de tres días, las hojas bien verdes y frondosas se convirtieron en un conjunto de palitos que evidenciaban el paso (y buen diente) de las orugas.

Entré en pánico.

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Sé que la naturaleza es así, que hay quienes sobreviven y quienes no, que si una oruga nace, no necesariamente tiene que llegar a ser mariposa. Que el más fuerte es el que gana y punto. Lo sé. Lo dijo Darwin. Lo supe en la preparatoria.

Pero mirar a esas orugas tan lindas (en mi percepción ya habían pasado de la fealdad supina a la notable belleza) y tan diminutas y tan indefensas, tratando de comer esa comida que ya se había terminado…

Decidí actuar. Soy un hombre de ciudad en tiempos de tecnología desbordada y la única salida que tuve fue el ciberespacio.

Encendí la computadora, abrí la ventana de un explorador de internet y tecleé en Google. Mi cabeza estaba lista para recibir los 13 millones 900 mil resultados de búsqueda encontrados en tan sólo 0.50 segundos.

Vi cientos de imágenes y me enteré de muchas cosas: una mariposa pone huevos en una planta llamada algodoncillo (las imágenes me decían que era la planta que estaba afuera de mi casa), y de esos huevecillos nacen varios gusanitos, pequeñitos, que comen y se hacen grandes, y ya después viene el capullo y finalmente la mariposa monarca.

Qué cosa tan interesante. Alabada sea la tecnología. Alabado sea Google.

Pánico. No hay comida. Hay que hacer algo. Hay que hacer algo. Y es que me habían entrado unas ganas enormes de ver el nacimiento de mariposas monarcas en mi cochera.

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¿Qué podía hacer? ¿Qué debía hacer?

Mariposa saliendo de su campullo. Foto: Jorge Gómez Naredo.

Mariposa saliendo de su capullo. Foto: Jorge Gómez Naredo.

De cómo visité buena parte de los viveros de la ciudad

-Oiga, ¿tendrá una planta que se llama algodoncillo?

-¿Algodón?

-No, no, no. No algodón, sino algodoncillo. Es la que comen las orugas de la mariposa monarca.

-Ahhh, pues no. Hable mejor a Michoacán, allá tienen muchas mariposas monarcas.

-Oiga, ¿y tendrá una planta que se llama algodoncillo?

-¿Algodonqué?

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-Algodoncillo

-Ahhh, no, pues no. ¿Cómo es?

-Verde el tallo, con florecitas naranjas y amarillas.

-¿Tiene fotos?

-Mire, como ésta.

-Ah qué bonita. No, pues yo nunca la he visto.

-Oiga, ¿y no tendrá una planta que se llama algodoncillo?

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-¿Y esa para qué sirve?

-Es la que comen las orugas de la mariposa monarca….

-Ah, claro, claro, seguro la tengo. Aquí vienen muchas mariposas.

-¿De verdad?

-Sí, sí, sí, baje la voz y escuchará…. ¿Escucha?

-¿Qué debo escuchar?.

-¿Escucha a las mariposas?

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-Pues no escucho a las mariposas…. Pero dígame, dónde tiene la planta.

-A ver, déjeme ver, déjeme ver, déjeme ver…. ¿Es como ésta?

-No.

-¿Cómo ésta?

-No

-¿Cómo ésta?

-No

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-No, pues sabe donde está. Échele un vistazo a todo el vivero y seguro encontrará una. Y es que aquí vienen las mariposas. ¿Las escucha?

Hablé a buena parte de los viveros que están dentro de la ciudad. Unos me mandaban directamente a Michoacán, porque allá había “muchas mariposas” y seguramente conocen de ellas. Otros me decían que buscara en Internet y consiguiera semillas. Unos me prometían que se informarían de la planta: que les hablara en unos cuantos meses.

Las orugas agonizaban. Las veía y el hambre se les notaba. Tenía que encontrar algo para alimentarlas. Le preguntaba a la gente, y la gente, sí, la gente siempre sabe algo que tú no sabes: “dales pepino, les gusta”. “Échales Sandía, les encanta”. “Algo de fruta”. “Yo vi que en la tele decían que si les dabas…”

Consejos y más consejos, los cuales llevé a cabo al pie de la letra. Ninguno funcionó.

Las orugas se ponían cada vez más tristes. Como que se morían. Como que se quedaban sin vida.

De cómo hablé con instancias competentes

Me dijeron que en el Parque Metropolitano había mariposas monarcas. Hablé por teléfono. Una voz de mujer me contestó.

-Ah, sí, sí, algodoncillo, claro, claro, la Asclepia, sí, sí, pero sabe, fíjese que ahorita no tenemos, estamos en las mismas que usted, no hay planta, así que lo sentimos. Hable al Parque Agua Azul, quizá allá, porque allá tienen un mariposario…

Marqué al Parque Agua Azul. Rin, rin, rin…

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-Híjole, casi no tenemos planta, pero quizá si usted trae a las orugas las podamos alimentar acá.

-Pero se me están ya muriendo.

-Sí, sí, pues tráigalas rápido, para que no se les mueran.

De cómo llegué al único vivero que conocía a esa planta coqueta

Se llega fácil. Se precisa un auto y media hora. Claro, todo depende del tráfico. Tomas Vallarta, o Lázaro Cárdenas, y es derecho. Todo derecho. Pasas los fraccionamientos nuevos y lujosos. Pasas el Centro Universitario de Ciencias Biológicas y Agropecuarias de la Universidad de Guadalajara (UdeG). Pasas el poblado de la Venta del Astillero. Pasas unas casas llenas de pobreza. Pasas la salida de la carretera a Puerto Vallarta y de ahí es como a un kilómetro. Te tienes que dar vuelta en un retorno. Se llama ZooVivero. Cerquita del Club de la UdeG.

Llegué ahí porque alguien me dijo que ahí había cuatro viveros “grandotes”. Al primero que fui: “no joven, no, no la conocemos”. Me dijeron que el señor del último vivero tenía “cosas raras”, y que quizá con él. Desesperado, allá fui. Casi corriendo. Nada. No planta. No algodoncillo. No vida de orugas.

Había dos viveros más. Estaba un poco derrotado: si aquí en este vivero, donde tienen muchas plantas (y unas muy “raras”), no la conocen, entonces no la conocerán en los que restan. Pensé en las orugas ya casi muertas, en las orugas sin vida.

Tercer vivero: “no, no, aquí no la conocemos. ¿Cómo me dijo que se llamaban? ¿Y para qué me dijo que servían?…”

            Quedaba un vivero. El segundo, o el tercer, según de donde uno venga.

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            Llegué con cara como de fracaso. Hice la pregunta que llevaba repitiendo varios días.

-Oiga, ¿tendrá una planta que se llama algodoncillo?

¿La de las mariposas?

-Sí, sí, ésa, ésa mera.

Quien me respondía era una chica delgada, cabello claro y alta. Seguro notó claramente la transformación de mi rostro, de fracaso en alegría, de abatimiento en esperanza.

-¿Y hay? ¿Tienes? ¿Me puedes vender?

-No, no tenemos. Había aquí un mariposario hace tiempo, y mucha de esa planta, pero ya no.

-¿Y me puedes conseguir?

-Tendría que hablar con el dueño. Quizá él pueda. Comuníquese aquí en la semana…

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El saber que en ese vivero conocían la planta algodoncillo y que la habían usado en algún momento me hizo ilusionarme. Pensar que quizá se podría conseguir la planta. Ahora bien, en lo inmediato, esas ilusiones pequeñas y difusas no resolvió mi problema: en la casa, unas veinte o treinta orugas estaban todas llenas de hambre. Todas buscando sobrevivir.

Encendí el auto y comencé a moverlo rumbo a la carretera.  De repente, la vi. Apreté el pedal de freno y me bajé.

Una planta de algodoncillo enorme estaba ahí, a unos metros de mí.

Me dirigí a la chica delgada, de cabello claro y alta.

-Oye, tienes una planta de algodoncillo allá.

-¿Sí?

-Sí.

-A ver, vamos.

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Y fuimos. No era una. No eran dos. Eran alrededor de veinte plantas enormes. No sé si eran muy grandes, pero a mí me parecieron gigantes. Descomunales.

En la imagen, un rincón de ZooVivero. Foto: Alejandra Hidalgo.

En la imagen, un rincón de ZooVivero. Foto: Alejandra Hidalgo.

Mi rostro seguramente no expresó con precisión la alegría que dentro me nació. Las orugas tenían aquí su comida. Había que llevársela. Había que salvar la vida de esos gusanitos que comen mucho.

-¿Puedo llevarme unas plantas? ¿Me las puedes vender?

La chica delgada, de cabello claro y alta me dijo que no sabía, que debía hablar primero con el dueño, y que quizá sí, que puede que sí, que tal vez. El dueño no contestaba. Habló con el “jefe de producción”, y éste dijo que sí, que si no eran muchas, podía llevármelas.

-Cuántas.

-Dos por ahora son suficientes.

-Bien, bien. Dos.

Las arrancamos y las pusimos en una maceta. Me fui rápido. En casa me esperaban unas larvas con mucha hambre. Con muchas ganas de seguir viviendo.

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De cómo me enteré que ese vivero no era como los demás viveros

Mis orugas, o las orugas de la casa, o las orugas a secas, comieron desesperadas las plantas que les llevé. Algunas engordaron tanto que rápido se hicieron capullo. Pero había aún pequeñas orugas. Estaban como recién nacidas. Casi microscópicas. Había pues necesidad de ir por más comida. Por más planta. O mejor aún: había necesidad de que allá, en el vivero, hicieran lo posible por sembrarme esa planta tan poco común en los viveros de la ciudad.

Fui de nuevo. Hablé con la chica delgada, alta y de cabello claro. Se llamaba Alejandra, pero nadie la conocía por ese nombre. Para sus compañeros de trabajo y para los clientes ella era la güera. Y lo asumía como tal: “me gusta que me digan güera”.

Quería hablar con el dueño. Me intrigaba saber por qué al propietario de un vivero le nacieron un día ganas de poner un mariposario.

Saqué una cita. Cuando quedé muy formalmente de ir a hablar con el dueño, no me había dado cuenta, pero la historia de las mariposas me había llevado a la historia de un vivero.

De cómo fue que inició todo

José Jaime Ibáñez es alto. De bigote. Brazos anchos y fuerte. Lo saludo. Me saluda. Caminamos juntos. Me muestra el vivero: su vivero. Me enseña cada rincón de él. Me explica. Es mi guía.

La historia de José Jaime: nació en Nayarit. De chico siempre le gustó estar en contacto con eso que el hombre iba destruyendo, es decir (como él le gusta mencionarlo) le agradaba “convivir con la naturaleza”.

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En la imagen, José Jaime Ibañez. Foto: Alejandra Hidalgo.

En la imagen, José Jaime Ibañez. Foto: Alejandra Hidalgo.

Salía de niño con su familia: que al río, que a la playa, que al campo. Recogía flores y frutos silvestres. Se bañaba en el agua de un arroyo, un agua limpia, sin contaminar, sin negrura en ella, sin olor fétido. Corría por la tierra y el pasto. Jugaba. Miraba a los insectos y a los animalitos pequeñitos y a los no tan pequeños. A José Jaime eso le encantaba. Le atraía. Eso lo marcó. Y de por vida.

Un día decidió estudiar en Guadalajara. Primero la carrera en ingeniero agrónomo (de la cual solamente cursó dos años) y después la de químico (la cual concluyó). En la ciudad el choque fue fuerte: la industrialización, la producción indiscriminada de basura, la contaminación, el humo que parece llenarlo todo, el cielo que a veces, en lugar de azul, es gris, los ríos negros de porquería, la gente que no se baña en los arroyos porque éstos están sucios, la gente que no va al bosque a recoger frutos silvestres porque los bosques están quemados o porque ya construyeron casas en ellos, la gente que no convive con eso que llamamos naturaleza.

Esto le asustó a José Jaime. ¿Qué debemos hacer? ¿Qué podemos hacer? Con la inquietud por todos lados le preguntaba a los ancianos, a las personas ya de mucha edad: “¿Oiga, y ese arroyo que hoy está lleno de contaminación, antes era así?” “No, no, no, eso no, eso tiene poco. Antes estaba limpio. Antes no estaba contaminado. Antes nos podíamos meter al agua y era divertido”.

José Jaime se preocupó. Fundó una organización estudiantil ecológica, pero duró poco. No se le quitaba una idea de la mente: “entre más insistimos en decirnos civilizados, más ensuciamos y menos conciencia tenemos de la naturaleza”. Pero, ¿qué hacer? ¿Qué se puede hacer?

La vida laboral llegó. José Jaime comenzó a trabajar en una fábrica donde se hacían naranjadas. Ésta era envasada en plástico, en polietileno. Los dueños de la factoría no sabían qué hacer con tanto plástico. Eran épocas en que casi nadie reciclaba. Casi nadie se preocupaba por eso.

Siendo el químico, el encargado de la preparación de las naranjadas, comencé a ver que tenían en la empresa alrededor de 80 o 100 toneladas de plástico y que no sabían qué hacer con él. Lo único que hacían era molerlo y guardarlo. Me puse a investigar qué se podía hacer. Quería reciclarlo. Los dueños de la empresa me decían que no funcionaba, que ya habían intentado mucho y que nada, que no. Yo insistí. Leía, investigaba, hacía mis pruebas. Logré que me dieran unos costales, apliqué mis conocimientos químicos y le di al plástico un tratamiento. Salió perfectamente bien. Se pudo volver a hacer otro envase. Todo bajo el sistema de soplo.

José Jaime comenzó a reciclar, a juntar toda la basura. Iba de vertedero en vertedero recogiendo plástico. Fue el primero: “de los pepenadores nadie se dedicaba a seleccionar plástico”. Me lo dice hoy con orgullo. Antes de él, nadie. Pronto estableció una planta recicladora de plástico, de polietileno de baja y alta densidad, bajo una fórmula que él mismo ideó y que le permitió el reciclaje post-consumo, es decir, el reciclaje con envases ya sucios.

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La empresa de José Jaime ha tenido siempre una particularidad que la hace bien distinta a muchas empresas de reciclado de plástico: toda su producción se destina para crear implementos de viveros, es decir, para macetas, bolsas de vivero, artefactos para sembrar semillas, etcétera. Surte a nivel nacional, y ha habido épocas que también mandó sus productos a Estados Unidos.

Macetas de plástico reciclado. Foto: Alejandra Hidalgo.

Macetas de plástico reciclado. Foto: Alejandra Hidalgo.

 

De cómo se creó el vivero

A veces uno tarda muchos años en hacer lo que realmente le gusta hacer. A veces uno nunca llega a eso, y siempre hace lo que no le gusta hacer. Se acostumbra uno, y se inventa frases para disfrazar el fracaso: “así es la vida”, “no se pudo, ni modo”.

José tuvo suerte. O buscó la suerte. O fueron las circunstancias…. Quizá intervino el empeño y la tozudez. Quizás fue el destino quien posibilitó todo. Quien sabe. Es complicado discernir eso con claridad. Pero José Jaime un día decidió que los problemas cotidianos de las fábricas debían afrontarlos otras personas, quizás sus hijos. Le apostó todo a jubilarse.

Producción de plantas en ZooVivero. Foto: Alejandra Hidalgo.

Producción de plantas en ZooVivero. Foto: Alejandra Hidalgo.

Pero jubilarse no para dejar de trabajar, no para estar tendido en la sala de una casa con una televisión enfrente. No, jubilarse para él significaba seguir trabajando, pero en algo que le apasionaba mucho: la vida en un vivero. El contacto con la naturaleza, la ecología: “Pensaba en que cuando me fuera a jubilar, me iba a jubilar poniendo un vivero. Para mí no era un trabajo, sino una diversión”.

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Así nació ZooVivero.

Primero estuvo en un terreno cercano a la planta de reciclaje de plástico. Hoy se ubica en el kilómetro 23.5 de la carretera a Nogales, ahí, cerca del Club de la Universidad de Guadalajara. Además tiene una sucursal en Ajijic y varios espacios en El Arenal donde se producen maíz orgánico y varios tipos de plantas y árboles.

ZooVivero no es un vivero como todos los demás. No es venta de plantas y punto. No, ZooVivero va más allá. José Jaime buscó desde un principio que fuera autosustentable. No en materia económica (que sí lo es, y eso es importante), sino en cuestión ecológica.

Ya producía plantas, árboles, frutos, ¿qué más se necesitaba? Tener agua. Y por eso José Jaime ideó un sistema de captación de agua de lluvia. “El agua es algo de lo más importante para poder generar plantas y árboles, entonces nos dio por capturar el agua de las lluvias, canalizándola, y pusimos nuestro estanque”.

Después del agua, ¿qué seguía?

José Jaime cuenta: “fertilizante. Me enfoqué a estudiar lo que era la lombricomposta, y con el afán de mantener limpia el agua puse unos peces, me di cuenta que el excremento y la orina de los peces producía amoniaco, y vi fuente importante para transformarlo en fertilizante, y me metí al estudio de la acuaponia”.

Producción de lombricomposta. Foto: Alejandra Hidalgo.

Producción de lombricomposta. Foto: Alejandra Hidalgo.

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Después, menciona José Jaime, había que lograr la generación de energía. Y por eso invirtió y puso varios paneles de fotoceldas para encender los focos, echar a andar bombas de agua y crear en las noches luz con el calor que el sol casi todos los días da en estas tierras.

Es decir, prácticamente todo el vivero es autosustentable. Esto es importante para José Jaime, pues con ello demuestra que podemos “convivir con la naturaleza”, y que ya no debemos de vivir solamente de ella, sino que debemos coexistir en armonía.

De cómo uno se siente distinto en ZooVivero

Te bajas del auto. Del lado derecho está la sección de “venta”. Hay alrededor de cinco invernaderos de muchas plantas: que albahaca, que tulipanes, que chiles, que rosas, que flores de muchos colores, que orquídeas, que plantitas verdes muy tímidas, que hierbabuena, que higos, que lo que preguntes pueda que ahí lo tengan.

Del lado izquierdo está un restaurante. Comer en el campo. La tierra, las mesas, la sombra, el aire que se respira. Se llama “El fogón de la tía Rosi”. Abre solamente sábados y domingos, y ahí trabajan más de 20 personas. Que chilaquiles, que huevos con tocino, que una ensalada, que el pan, que el menudo, que unas tortillas recién hechas, que un queso panela, que el requesón con las tostadas, que los jugos de muchas variedades, que las salsas rojas, que la fruta. Uno come rico ahí. Y quizás uno no lo sepa, pero todos los desechos orgánicos y los plásticos que se usan en ese lugar serán reciclados o se utilizarán en la lombricomposta.

Restaurante en el vivero: Foto: Alejandra Hidalgo.

Restaurante en el vivero: Foto: Alejandra Hidalgo.

 

Tortillas recién hechas en el restaurante. Foto: Alejandra Hidalgo.

Tortillas recién hechas en el restaurante. Foto: Alejandra Hidalgo.

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Después del restaurante y la sección de ventas, hay cinco zonas de producción de plantas. José Jaime me lleva a cada una de ellas. Aquí tenemos esto. Acá esto otro. Se le mira contento: está mostrando lo que ha hecho, lo que hace. Le da orgullo.

“Oiga muchacha, venga a mostrarle al joven cómo es eso de los esquejes, mírelo bien joven, mire cómo se hace”. Una chica corta una planta, y rápido la coloca en unas pequeñas macetas. Esas ramitas pronto se convertirán en nuevas plantas. No se usan semillas: la planta nace de ella misma.

 “Nosotros ‘esquejeamos’ muchos tipos de plantas”, me dice José Jaime. Y cuando me lo dice seguramente observa mi cara de incredulidad, o de asombro, o de no saber decir algo: “de una ramita podemos hacer un nuevo individuo, es decir, una plantita”. Sonrío ante sus palabras. Pienso que quizá ellos puedan “esquejear” una planta de algodoncillo y después, los “nuevos individuos”, vendérmelos. Pienso en las orugas. En las mariposas y sus alas que se mueven rápidamente.

“De una ramita podemos hacer un nuevo individuo, es decir, una plantita”. Foto: Alejandra Hidalgo.

“De una ramita podemos hacer un nuevo individuo, es decir, una plantita”. Foto: Alejandra Hidalgo.

Al fondo del vivero, por la parte media, se puede divisar a lo lejos un amplio canal (una especie de gruta). Es un paso de fauna. Por ahí van pumas, gatos monteses, ciervos y un montón de animales más. Con este paso evitan cruzar la carretera. Es la naturaleza que no solemos mirar cuando vamos en el auto, con aire acondicionado y guiados por un celular o un gps.

Del lado de derecho hay varios rectángulos llenos de tierra. Al menos eso es lo que yo veo. Solamente tierra cubierta de pedazos de plásticos negros. Pero José Jaime me muestra que no solamente es tierra: ahí se hace la lombricomposta. Me levanta un plástico y observo las lombrices. Nunca había visto algo así. Soy chico de la ciudad en tiempos de internet y de Facebook.

Del lado izquierdo del vivero y al fondo está el estanque. Ahí se almacena el agua de lluvia. Es muy lindo, y lo hace más lindo el que tenga un puente hecho de madera y soga. Uno puede cruzarlo y al hacerlo parecería que se entra en otro lugar, que la civilización está bien lejos de nosotros, que Guadalajara y su gente y su tráfico y su contaminación no se ubican a media hora de distancia en auto.

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Uno se siente distinto en ese puentecito….

Foto: Alejandra Hidalgo.

Foto: Alejandra Hidalgo.

Al lado del estaque están varias tinas donde hay peces y donde José Jaime experimenta sus conocimientos de acuaponia.

Termina el trayecto. Hay árboles por todos lados. Camino rumbo a la salida y me pongo que a pensar, o a desear: cuando sea grande y pueda jubilarme, si es que algún día llego a ser grande y puedo jubilarme, también me gustaría tener un vivero. Pero no un vivero cualquiera, sino un vivero como el ZooVivero.

Tinas con peces donde se practica la acuaponia. Foto: Alejandra Hidalgo.

Tinas con peces donde se practica la acuaponia. Foto: Alejandra Hidalgo.

De cómo se ayuda a la gente con un vivero

En diciembre del año pasado José Jaime llegó a una escuela en El Arenal. Los niños, nada más verlo, se abalanzaron sobre él. Querían saludarlo. Tocarlo. Pedirle algo. Los niños estaban emocionados. Y es que, ese día, José Jaime no iba vestido con jeans de mezclilla y camisa polo, sino con un pantalón rojo y un saco rojo, así como se viste Santa Claus. Hablaba como Santa Claus y caminaba como Santa Claus y hacia el “Jo-jo-jo” como lo suele hacer Santa Claus. Y para los niños que lo veían, él era Santa Claus.

José Jaime, disfrazado de Santa Claus. Foto: Cortesía de ZooVivero.

José Jaime, disfrazado de Santa Claus. Foto: Cortesía de ZooVivero.

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Vinieron los regalos. También hubo payasos. Los niños sonriendo. Las maestras contentas. Y esa forma de llegar a la escuela en el Arenal José Jaime la repitió en Huaxtla, Tala y El Refugio. Me dice con voz muy pausada: “la sonrisa de un niño es algo indescriptible. Una carencia que se llena es algo que da una satisfacción complicada de explicar”.

Ha ideado una forma de, digamos, combinar la ecología con la labor social. A sus clientes, a la gente que conoce, a todas las personas, les dice que si acaso tienen botellas de plástico o de vidrio o cosas que no le sirven, que las separen y las lleven al vivero. Él se encarga de venderlas, y con el dinero obtenido, compra cosas para los niños.

Suele ser común que maestras o trabajadoras sociales le piden a José Jaime andaderas y zapatos y suéteres y sillas de ruedas para los niños que habitan en las carencias de este país, y él, si hay dinero de lo recolectado o si tiene algún excedente en el vivero, compra lo necesario.

También invita a los niños de escuelas y de pueblos cercanos a ZooVivero: que miren lo que se hace ahí, que vean cómo se convive con la naturaleza, que se interesen por ella. Y es que, dice José Jaime, es importante que los niños crezcan con “otro chip”, que no se enrolen en la violencia, que sepan que se puede trabajar con la naturaleza y que podemos convivir con ella, y que si nos apoyamos todos, todos podemos estar mejor y vivir sin violencia.

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A esta forma de pensar y a estas acciones que ha realizado en zonas marginadas, les dio ya un nombre: “sembrando la paz”.

De cómo termina esta historia pequeñita sobre el vivero que salvó muchas vidas (de orugas)

Son las nueve y media de la mañana. Es sábado. Voy rumbo a las cosas que tengo que hacer y que parece ser que nunca se terminan. Cuando parece que ya pronto se acaban, surgen nuevas tareas por llenar, por palomear, por realizar.

Estoy ya saliendo de la casa, y de repente, me detengo. He escuchado un pequeño sonido de romperse algo. Casi imperceptible. Casi silencio. Volteo: es una mariposa monarca que está saliendo de su capullo. Me detengo a mirarla. Está observando por primera vez el mundo que va a habitar unas cuantas semanas. Nace con un líquido que le sirve para endurecer en unas cuantas horas sus alas. En minutos, sus alas pequeñitas que estaban enrolladas en el capullo se desenrollarán y se volverán grandes. Todavía no puede volar. Tiene que prepararse.

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Una mariposa más. Una mariposa que fue posible porque, cerquita de Guadalajara, allá rumbo a Tala, hay un vivero muy especial donde conseguí algodoncillo y con esa planta se pudieron salvar muchas vidas de orugas que llegaron a ser monarcas. Sí, en ese lugar, en ZooVivero, uno puede, por unos cuantos minutos u horas, ser parte de una cosa que se llama naturaleza y que hemos dejado de apreciar.

Para contactar con ZooVivero, visite sus instalaciones en carretera a Nogales kilómetro 23.5, llame a su teléfono  (01 33) 1920 0754 o navegue en su página de Facebook.

En el siguiente video se dan más detalles sobre la planta de reciclado y el vivero.

 

Jorge Gómez Naredo
Escrito por

Profesor en universidad pública. Fundador, junto con Jaime Avilés y César Huerta, de la Revista Polemón.

3 Comentarios

3 Comentarios

  1. Avatar

    JOSE MANUEL MARQUEZ CAMARENA

    10 marzo, 2016 at 12:11 pm

    Muy bonita la crònica sobre El vivero que salvó muchas vidas (de mariposas monarcas) . Felicidades a quien lo escribió (Jorge Gómez Naredo) y al dueño del vivero (José Jaime). Me apunto para visitar el restaurant y el zoovivero en el fin de semana y comprar lombricomposta para mi jardín.

  2. Avatar

    Sinay

    10 marzo, 2016 at 5:29 pm

    Ojalá todos estuviéramos así de atentos para salvar una vida. Creo que la sensibilidad que podemos tener como seres humanos, la estamos dejando de lado. Es verdad, hemos olvidado lo maravillosa que es la naturaleza, hemos olvidado nuestro propio origen. Emulamos el proceso de una mariposa, pero al revés, construyendo un capullo plástico, electrónico… Quedándonos atrapados y sin luz, sin poder ver lo importante. Felicidades por la crónica, muy bella e interesante. Gracias por la información.

  3. Avatar

    Luis Mendez

    12 marzo, 2016 at 11:20 am

    Bellísima y aleccionadora crónica, gracias por compartir.

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