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Cultura

Eduardo Galeano, el recogedor de lluvias y de las palabras de abajo

Por: Helena Villagra*

Antes que nada expresar a todos ustedes, el reconocimiento por este doctor Honoris causa a mi querido Eduardo, y cuando digo mío, también sé que es nuestro Eduardo. Quiero decirles lo mucho que me emociona estar acá, ver tanta gente entrañable y sentir la presencia de los que nos convocan desde tan lejanos lugares.

En este tiempo de su ausencia, quise evocar y compartir con ustedes, aquel texto de Eduardo sobre ese hombre del pueblo de Neguá, que en la costa colombiana, pudo subir al alto cielo y a la vuelta, contó. “Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos. El mundo es eso -reveló- Un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende”. Eduardo era ese fueguito contagioso encendedor.

Vuelvo una vez más al libro que abrazó a tantas y tantos, donde recordar era volver a pasar por el corazón. Por eso quiero contarles algo muy personal. Después del 13 de abril cuando partió, me quedé entre el aturdimiento y el dolor. Y me encaracolé. No quería, no pude salir de nuestra casa, hasta casi un mes después. Lo hice sólo una vez, para la ceremonia que él había pedido, sus cenizas confundidas con el río de la Plata al que siempre llamaba río mar. Y les cuento que ahí había discusiones porque yo le decía que era un pinche río, no un mar.

En ese abrazo nos acompañaron los cercanos, los amigos entrañables, las flores de nuestro jardín y por supuesto nuestro Mapú, el perrito. Fue una ceremonia sencilla y bella. Después, cuando aún dolía el aire, leí algo que me movilizó. Llegaba Ayotzinapa a Montevideo, se anunciaba una marcha a finales de mayo al mediodía hacia la embajada mexicana y no lo dudé, me dije, tengo que ir. Por mí, por mi compañero de la vida.

Claro que hubiéramos ido los dos después de la angustia que vivimos juntos todo lo sucedido aquel 26 de septiembre. Y ahí estuve con mi banderita negra porque en el negro se juntan todos los colores y habla el silencio. En esa marcha la mediodía, llegamos a la embajada de México, vallada, rodeada de policías que la custodiaban. Me pregunté, ¿De quién se defienden? ¿De las mamás, de los papás que vinieron? ¿De los que queríamos solidarizarnos con su dolor y con su lucha? Y en esa frontera del absurdo, hacia el final del acto, una muchacha con paliacate y su acento mexicano recitó, Los Nadies. Por pura casualidad yo estaba pegadita a ella, anónima, en el marco de ese silencio. Y nos recordó a todos el sentido de esa viñeta.

Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.

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Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la

Liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:

Que no son, aunque sean.

Que no hablan idiomas, sino dialectos.

Que no hacen arte, sino artesanía.

Que no practican cultura, sino folklore.

Que no son seres humanos, sino recursos humanos.

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Que no tienen cara, sino brazos.

Que no tienen nombre, sino número.

Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica

Roja de la prensa local.

Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.

Caminamos Eduardo y yo juntos muchas veces en el México abrazo, el México generoso, el que acogió a refugiados de tantos mundos y a tantos amigos que huían de las dictaduras del sur. El México lindo de las calacas y los boleros, el de la comida rica y picosa que tanto nos gustaba. Me acuerdo de las andanzas nuestras en los campamentos de Oventic, con Carlitos Monsiváis tan querido. Cuando el abrazo en La Realidad hacía evidente un tiempo de la conciencia que trataba de cambiar el tiempo de las cosas que pasan. También en la celebración de ese encuentro me alegró que desde el eco de Chiapas lo llamaran, el recogedor de lluvias y de las palabras de abajo. Y en otro lugar olvidado del mundo, en donde la libertad es el anhelo de todos los días, para los saharauis, hijos del desierto, Eduardo era el hermano perseguidor de las nubes. Y agradecer a otro amigo entrañable de Eduardo y mío, otro Carlos, Carlos Beristáin.

Entonces para concluir, señor rector, integrantes de la comunidad de la Universidad de Guadalajara, queridos amigos: con el dolor de su ausencia que lo trae con amor hasta el presente, con el orgullo de haberlo elegido como mi compañero de vida en nuestros andares cuarenta años juntos, con Eduardo, siempre coherente entre lo que sentía, vivía, pensaba y escribía. Por su permanente voluntad de belleza y de justicia, y para juntar los fueguitos como la historia del hombre de Neguá, para que la vida se encienda, cómo sé que Eduardo lo hubiera querido, dedico en su nombre este doctorado Honoris causa a la lucha de esos nadies, doctorados en Ayotzinapa. Los queridos 43 que le han enseñado al mundo que los músculos de la conciencia son antídotos contra el espanto, y que en estos tiempos en que no abunda la solidaridad, hay muchos corazones decentes que laten juntos.

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Gracias, Eduardo, el abeio de nuestros nietos, mi querido Dudú, por todas ésas vidas, las de tantos nadies del mundo que se reconocen en tus letras.

*Discurso de Helena Villagra en la entrega del Doctorado Honoris causa al escritor Eduardo Galeano por parte de la Universidad de Guadalajara.

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